Gonzalo Armua*

Gaza fue el punto de ruptura simbólico, Ucrania la prueba de elasticidad de la narrativa occidental, Irán el umbral de lo irreversible. En este nuevo ciclo bélico no estamos simplemente ante una sumatoria de conflictos regionales, sino frente a una ofensiva global proyectada por los núcleos de poder que se resisten a perder su primacía. Un orden internacional surgido post 2da Guerra Mundial, construido sobre la supremacía militar, la dolarización forzada y la colonización cultural (caída del muro de Berlín mediante), comienza a mostrar señales inequívocas de desgaste estructural. Las costuras que lo mantenían unido —instituciones multilaterales, consensos mínimos sobre derecho internacional, estabilidad relativa en regiones clave— se rasgan ante nuestros ojos, abriendo paso a un escenario donde las guerras ya no pueden entenderse como episodios aislados, sino como expresiones múltiples de un mismo proceso de descomposición hegemónica. Una estrategia global que, en palabras del Papa Francisco, representa una «tercera guerra mundial en cuotas». Tal vez a esa lectura acertada haya que agregarle un nuevo elemento: una aceleración exponencial en cuanto a cantidad y calidad de los conflictos. Como si “las cuotas” de repente hubieses aumentado la tasa de interés al 500 %.
El concepto de «guerra mundial híbrida y fragmentada» permite comprender con mayor precisión la naturaleza de esta nueva fase del conflicto geopolítico global. No se trata de una guerra convencional entre dos o más potencias alineadas en alianzas formales, sino de un conjunto articulado de ofensivas militares, guerras por interposición, bloqueos económicos, guerras cognitivas, intervenciones diplomáticas, sabotajes tecnológicos y operaciones mediáticas, desplegadas en distintos puntos del planeta y dirigidas contra aquellos actores que desafían la hegemonía occidental. En esta guerra híbrida, el uso de armas cinéticas coexiste con la desinformación, las sanciones económicas con el aislamiento diplomático, y los bombardeos con los embargos financieros.
La tesis del conflicto como fenómeno “interno” o estrictamente “regional” resulta insostenible a la luz de los patrones estratégicos que se repiten: desestabilización de Estados soberanos, intervención encubierta mediante terceros actores, manipulación de organismos internacionales, ofensiva mediática con eje en derechos humanos sólo cuando conviene a los intereses del Atlántico Norte. En Ucrania, Gaza, Yemen, Siria, Irán o Haití se recicla el mismo guión —el mismo que en su momento justificó la invasión a Irak con mentiras sobre armas químicas o la intervención en Libia con una resolución humanitaria que terminó en asesinato televisado—: narrativas morales para sostener privilegios materiales. Pero hoy, ese relato ya no alcanza. El orden mundial, en su fase declinante, se torna más errático, más violento y más peligroso. Es el paso de un orden hipócrita a un orden “gore”.
Lo que está en juego no es solamente un reposicionamiento estratégico, sino el futuro del sistema internacional. Occidente, liderado por Estados Unidos y secundado por la OTAN – y israel como expresión aislada en medio oriente- ve amenazada su capacidad de definir las reglas del juego global, de controlar el flujo de recursos críticos y de imponer su narrativa como universal. Frente a la emergencia de un orden multipolar que no reconoce su supremacía, su reacción es la guerra: una guerra que ya no puede librarse con la legitimidad del siglo XX, sino mediante la acumulación de escenarios caóticos donde se neutralicen las voces disidentes, se destruyan las soberanías emergentes y se frene el avance de modelos alternativos de desarrollo, integración y gobernanza.
La guerra en Ucrania, lejos de ser un conflicto local por la «seguridad europea», ha funcionado como laboratorio de una estrategia de cerco y desgaste a Rusia, pero también como ensayo general de una confrontación futura con China. Las sanciones masivas, el aislamiento diplomático, el uso intensivo de inteligencia artificial y armamento automatizado, así como la propaganda de guerra en redes sociales, constituyen mecanismos que ya están siendo replicados en la confrontación con Pekín en el Mar del Sur de China, en Taiwán, y en las disputas tecnológicas por el acceso a microchips y minerales estratégicos.
En este marco, China aparece como el objetivo final. Un país que, sin haber intervenido militarmente en ninguna guerra reciente, sin imponer su modelo por la fuerza, ha logrado articular una red global de alianzas comerciales, tecnológicas y financieras que disputan directamente la centralidad de Occidente. La Iniciativa de la Franja y la Ruta, el avance en sectores como telecomunicaciones, inteligencia artificial, biotecnología y energías limpias, así como la ampliación de los BRICS, constituyen expresiones concretas de esta reconfiguración del orden mundial. Para un Occidente en declive, este avance no puede ser tolerado.
La ofensiva israelo-estadounidense contra Irán se enmarca dentro de esta arquitectura de guerra híbrida y constituye una de las expresiones más peligrosas de la actual escalada global. Los ataques selectivos contra líderes militares y científicos iraníes, la promoción de operaciones encubiertas en territorio iraní, y las maniobras diplomáticas que buscan aislar a Teherán en el sistema internacional, revelan la voluntad de ambos Estados de impedir por todos los medios la consolidación de Irán como actor regional soberano y con capacidad disuasiva. El riesgo de una confrontación directa, que podría extenderse al Golfo Pérsico y poner en jaque el suministro energético global, forma parte del cálculo estratégico de un Occidente que, ante su pérdida de influencia estructural, está dispuesto a desatar una crisis sistémica con tal de evitar una transición ordenada hacia un mundo multipolar.
Pero si, se quiere examinar lo que sucede en las propias entrañas de monstruo, los recientes bombardeos de EEUU a Iran, han generado una profundización de las grietas en la elite norteamericana. A diferencia de lo que sucedió con Bush y la invasión a Afganistan e Irak, no hay acuerdo interno para una nueva ofensiva bélica imperial. Voceros de importancia como Steve Bannon o Tucker Carlson se han mostrado en completa oposición a la intromisión del gobierno trumpista en lo que consideran una guerra del gobierno israelí para defender sus intereses en desmedro de los intereses del pueblo estadounidense.
El resquebrajamiento del orden internacional no se produce como un colapso inmediato y homogéneo, sino como una fragmentación geoestratégica y normativa en distintas velocidades. Las instituciones que durante décadas funcionaron como espacios de negociación —el Consejo de Seguridad de la ONU, la Organización Mundial del Comercio, incluso el propio sistema de Bretton Woods— hoy están atravesadas por bloqueos, desconfianza y disputas de legitimidad. La ofensiva militar contra Irán, aunque todavía limitada en su despliegue, debe leerse como parte integral de este proceso. No es una excepción, sino la continuidad lógica del patrón de guerra preventiva desarrollado desde 2001. La posibilidad de una acción directa contra Irán —país clave en el equilibrio energético, político y religioso de Asia Occidental— no solo pondría en riesgo la estabilidad regional, sino que podría desencadenar consecuencias globales de enorme envergadura: un cierre del Estrecho de Ormuz provocaría un colapso en el suministro mundial de petróleo, acelerando una crisis económica internacional que ya muestra signos de recesión, inflación y sobreendeudamiento.
Este accionar no puede desligarse de las dinámicas internas de los propios centros imperiales. La crisis de legitimidad del sistema político estadounidense, con una elección presidencial marcada por el ascenso de expresiones neofascistas y la pérdida de consenso en torno al papel de Estados Unidos en el mundo, condiciona la política exterior. La alternancia entre Biden y Trump no modifica la lógica estructural: se trata de un Estado que necesita afirmar su hegemonía a través de la violencia, porque ha perdido capacidad de liderazgo moral y económico. La doctrina Monroe se proyecta hoy a escala planetaria, pero sin los recursos que en otros tiempos le permitían sostener su peso.
En este contexto, las instituciones multilaterales se han mostrado incapaces de frenar la escalada. El Consejo de Seguridad de la ONU está bloqueado por la pugna entre potencias. La Corte Penal Internacional es utilizada selectivamente. La OMC ha sido desplazada por guerras comerciales unilaterales. Y los foros de cooperación como el G20 se han convertido en espacios de tensión antes que de concertación. Es el colapso por fragmentación del orden liberal internacional: un sistema que ya no logra representar a la mayoría del planeta y que, al verse desbordado por la historia, recurre a su último recurso: la violencia.
El campo de disputa no es entre “autocracias” y “democracias”, como insiste en repetir la maquinaria mediática occidental, sino entre un modelo civilizatorio basado en la subordinación, el extractivismo y la imposición bélica, y otro que, con todas sus contradicciones y límites, se organiza en torno a principios de soberanía, multipolaridad, diálogo intercultural y defensa del derecho de los pueblos a definir su destino. El dilema es ético y político. Como decía Fanon, “cada generación debe, en una relativa oscuridad, descubrir su misión, cumplirla o traicionarla”. La nuestra es clara: resistir al imperio en su fase terminal, sin caer en las trampas del cinismo o la impotencia.
Desde América Latina —donde también asistimos al avance del autoritarismo neoliberal, al retorno de los dispositivos de intervención y a la ofensiva cultural sobre nuestros pueblos— tenemos el deber histórico de levantar una voz propia. No para alinearnos ciegamente con uno u otro bloque, sino para disputar el sentido de la comunidad internacional desde nuestras tradiciones emancipatorias. No necesitamos imperios que nos defiendan a bombazos, sino pueblos que se reconozcan, se escuchen y construyan acuerdos desde la justicia, no desde la imposición. Pero a gobernantes como Milei, encantados con la servidumbre voluntaria, no parece importarle demasiado los intereses de la patria ni de la región. Solo vive para servir a los poderosos del mundo occidental y seguir sus anteojeras ideológicas. Esto que podria ser comico, se vuelve una tragedia en un mundo cada vez mas caotico y violento. Milei quiere jugar a G.I. Joe en un campo minado.
El Papa Francisco lo ha advertido con claridad en múltiples ocasiones: el mundo atraviesa una guerra global en cuotas, en la que los pueblos pagan con su sangre, su tierra y su futuro las disputas de las grandes potencias. Pero ese diagnóstico no puede convertirse en resignación. Desde los pueblos del Sur Global, desde nuestras luchas por la soberanía alimentaria, la integración regional, la defensa de los bienes comunes y los derechos humanos, debemos alzar la voz con fuerza. No se trata de aplaudir a otras potencias, sino de afirmar con claridad que no queremos vivir en un mundo donde la paz sea incompatible con la justicia, ni en un sistema donde la dignidad de las naciones esté subordinada a los intereses de los grandes accionistas del complejo militar-financiero global.
Proyectos emancipadores en momentos de des-orden mundial
Los pueblos no avanzan cuando los imperios están fuertes. Los pueblos avanzan cuando los imperios están en crisis. Lo demostró la historia una y otra vez. Cada vez que el sistema mundial entró en un momento de transición hegemónica o desorden , los pueblos que supieron construir un proyecto claro, con identidad, con conducción y con coraje, pudieron abrir camino.
No fue en tiempos de paz que América Latina se independizó. Fue cuando Europa ardía en llamas. Las guerras napoleónicas, que enfrentaron a los imperios monárquicos europeos, debilitaron sus cadenas y permitieron que nuestros pueblos, liderados por San Martín, Artigas, Bolivar y tantos otros, se lanzaran a la gesta de la independencia. Aprovecharon la grieta en el cielo del mundo para romper los barrotes coloniales.
Durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial, cuando las potencias se destripaban entre sí, emergieron los nacionalismos populares que supieron leer el momento. Perón no fue un accidente. Fue la consecuencia de una lectura histórica lúcida de la tercera posición, profundamente enraizada en la justicia social, la soberanía política y la independencia económica. Al mismo tiempo, los pueblos de África y Asia dijeron basta y se alzaron en procesos de descolonización, construyendo el Tercer Mundo como identidad política, y forjando el Movimiento de Países No Alineados.
Ese es nuestro espejo, no el del servilismo de las derechas colonizadas. Frente al nuevo reparto del mundo, no tenemos por qué elegir entre los bandos que nos propone un orden en decadencia. Tenemos que construir desde abajo una nueva Patria Grande, una Argentina que defienda sus intereses nacionales, soberanos. No podemos ser el perrito faldero de potencias militares que poco o nada pueden aportar a la felicidad de nuestro pueblo.
En momentos de tormenta, los pueblos con rumbo y dignidad no naufragan: navegan. La historia no está escrita, pero nos exige coraje. No tenemos que alinearnos detrás de ningún imperio. Tenemos que alzarnos detrás de nuestros sueños. La guerra no es destino. Es un proyecto de dominación. Y como todo proyecto, puede ser resistido. Puede ser desarmado. Puede ser reemplazado por otro horizonte: uno que no sea el del imperio ni el del caos, sino el de la cooperación, la soberanía compartida, y la construcción de una comunidad internacional que no se defina por la fuerza, sino por el respeto mutuo entre pueblos y culturas. Esa es la tarea de nuestra generación.
* Gonzalo Armua, coordinador del equipo internacional de Patria Grande (Argentina).