Gustavo Montoya1
Desaparecidas. El destino de miles de niñas, adolescentes y mujeres peruanas, es una urgente y rigurosa investigación convertida en libro, en la que Teresina Muñoz Nájar interpela, sacude y estremece nuestra a veces alicaída sensibilidad, con respecto de los derechos humanos y el respeto a la vida de las mujeres en el Perú. Ningún lector que se sumerja en el texto puede quedar inmune por las secuencias de horror y de dolor que la autora analiza con método. Esas biografías de mujeres desaparecidas en diferentes regiones del país son, con toda seguridad, las manifestaciones feroces del fascismo social ya instalado entre nosotros, que recorre y atraviesa lo público y lo privado. La impunidad, el desdén burocrático y la debilidad estatal para hacer frente a las diversas formas de violencia contra las mujeres confluyen en una alianza macabra y que el texto se encarga de poner al descubierto. Quizás uno de los elementos más inquietantes y perturbadores del relato y que constituye el nervio patológico en las desapariciones de mujeres, es que no existe el deseable desenlace, por más terrible que este fuera, en cada una de las dramáticas historias que la autora reconstruye. Es la ausencia permanente del seno familiar de Elisa, Teresa Cerna, María Isabel Márquez, Karin Alvarado, Nathaly Sara Salazar Ayala y Aymee Pillaca, entre muchísimos casos más. El dolor, la impotencia, la inseguridad y la vulnerabilidad, que no cesa. Las desapariciones que son analizadas por la autora podrían ser una suerte de casuística a las múltiples y diversas formas violentas en que desaparecen las mujeres en el Perú.
Las cifras que se ofrecen en el libro son de horror y espeluznantes. Como para preguntarse qué diablos de sociedad patriarcal, feminicida, misógina y autoritaria tenemos ante nuestras narices. Treinta y seis mujeres desaparecen diariamente en el Perú, y se calcula que anualmente la cifra llega a seis mil desaparecidas, ya sea por feminicidio, trata y abuso sexual. Es imposible no considerar también este panorama tétrico y sombrío como una de las consecuencias del milagro económico tan cacareado por los apóstoles del libre mercado. De una economía que mercantiliza los afectos, las emociones, las perversiones, el sadismo y la necrofilia. El cuerpo femenino como espacio simbólico de la violencia patriarcal y el capitalismo salvaje. El análisis del libro que comentamos abre esos resquicios cuidadosamente resguardados por un orden social en realidad precario. Una costra a punto de quebrarse.
Ciertamente uno de los aspectos notables de la investigación es que se pone al descubierto cierta cultura de la tolerancia y el hacerse de la vista gorda, que prevalece entre las instituciones y actores estatales encargados de hacer frente a las desapariciones y las diferentes formas de violencia contra las mujeres. Fiscales y policías designados para resolver los casos de desapariciones terminan convirtiéndose muchas veces en aliados involuntarios. Protocolos y procedimientos que se cumplen a medias, así como la ausencia de recursos, contribuyen a entrampar las investigaciones y el hallazgo preventivo de las desaparecidas.
Otro tanto se puede decir del vía crucis por el que deben transitar los familiares y allegados de las víctimas. Ese deambular por oficinas del poder judicial, la fiscalía y las comisarías, donde la atención es casi siempre esquiva e indolente. En la mayoría de casos son los propios familiares quienes asumen las investigaciones, la movilización de recursos y la búsqueda dolorosa de los suyos. Y lo hacen pese a que muchas veces tienen que combatir y enfrentarse con los llamados a realizar las búsquedas y reparaciones. Es todo ese infierno y laberinto burocrático que no cesa lo que también golpea. Otra versión más donde Estado y sociedad se enfrentan descarnadamente. No es difícil colegir las deducciones a las que arriban los familiares y allegados de las desaparecidas, en torno a la legitimidad de las entidades gubernamentales. La inseguridad pública institucionalizada.
Otra de las virtudes de la investigación es la intersubjetividad machista prevaleciente y que deambula en las comisarías, casi un sentido común, cuando se reporta la desaparición de una mujer mayor de edad. Si no se le ubica es porque está de farra o parranda. A este respecto, la autora cita a Liz Meléndez: “todos quieren la victima perfecta: la que sufre violencia, la que no se queja, la que no es capaz de defenderse” (p. 74). Aparte de los escasísimos recursos destinados para el cumplimiento y puesta en marcha de los protocolos. Otro tanto ocurre en las fiscalías, donde se monetiza la elaboración de las carpetas fiscales, y en muchos de los casos, los acusados y sospechosos terminan exonerados de culpa, con las causas archivadas vía el soborno, o simplemente por la desidia.
¿Dónde estuvo Elisa antes de aparecer colgada de un árbol en su natal Urcos? ¿Y qué fue de Teresa Cerna, la alegre artista natural de Urpay, en Marcahuamachuco, y que terminó desaparecida entre los testimonios desarticulados de su expareja y los probables cómplices de su ausencia? ¿O el caso de María Isabel Márquez, engañada, maltratada por su pareja y luego también desaparecida? ¿Y Nathaly Sara Salazar Ayala? La turista española que desapareció en Maras, Cusco, y que pese a que fue vista por diferentes testigos, su caso terminó archivado y sin oportunidad para la continuación de las pesquisas. Lo mismo puede decirse de la deportista Aymee Pillaca, perdida en los infiernos de la trata y la prostitución que existe en los campamentos de minería informal en Puerto Maldonado, y con la tenebrosa sospecha de que su cuerpo haya sido quemado. Desaparecidas, de Teresina Muñoz Nájar, es un libro que debe leerse y divulgarse, y pese a la dureza de su contenido, tal vez por esa vía podamos recuperar algo de indignación. A veces, es necesario visitar las zonas oscuras de nuestra época. Vivir el horror aunque sea por un instante, y acompañar a los deudos de esas vidas violentamente interrumpidas. Desaparecidas.