Estallido en los Andes

Gustavo Montoya

Estallido en los Andes. Movilización popular y crisis política en el Perú, de Anahí Durand Guevara, es un libro que se ocupa de representar la intensidad de la lucha de clases en el país, a propósito de la ira social, la tensión ideológica y la violencia política que estremeció sobre todo al centro y sur andino, con motivo de las protestas y movilizaciones populares por la caída del presidente Pedro Castillo y el ascenso al poder de Dina Boluarte. Es un texto muy bien organizado y pensado, lo que le da esa unidad narrativa inteligente que todo texto debería ofrecer a los lectores. Razonar un acontecimiento, identificar a los actores y trazar el escenario como parte de una coyuntura específica y, al mismo tiempo, como un fenómeno político, social y cultural que se inscribe en un contexto mayor de larga duración. Es cierta estructura, cierta continuidad en las formas en que se manifiestan los movimientos sociales en el Perú. Son esos movimientos nerviosos que de vez en vez, de año en año, de siglo en siglo, nos recuerdan esa herencia colonial, los que la autora recupera, para el espanto de algunos científicos sociales que evitan cuidadosamente razonar las coyunturas desde el trasfondo histórico, y que les dan sentido y explican además su naturaleza múltiple y contradictoria. Esa es una de las fortalezas del libro.

El estallido social no fue un rayo sobre cielo sereno, para usar el famoso aforismo de Marx, y como acertadamente anota la autora, para explicar esas pulsiones plebeyas que salen a la superficie y espantan a las clases dominantes, cuyo imaginario y ansiedades son premodernos, por no decir góticos. Lo acontecido entre diciembre de 2022 y enero de 2023, en diferentes regiones, con un énfasis clarísimo en el centro y sur andino, es parte de una larga y densa tendencia de insurgencia y desobediencia plebeya. Cierta acumulación de indignación popular. De ahí que Durand se empeñe en recordar a los lectores el tipo de Estado y de sociedad que existe y, sobre todo, el trasfondo histórico que le antecede. Por ejemplo, ese racismo metódico  que está alojado en el inconsciente colectivo, y que requiere un urgente exorcismo. Fantasmas que deambulan ante nuestras narices.  

Un país cuyas mayorías sociales están escindidas ciertamente, pero que da la impresión, y el libro lo expone con sobriedad, de que se ha iniciado un proceso de mudanza intersubjetiva, un cambio de piel y el ascenso de una cultura política disidente. Son esos nuevos actores sociales rurales y urbanos que justamente salieron a la escena política, en una coyuntura dramática y onerosa para sus intereses. Pero, precisamente, son en esos escenarios donde la historia como proceso y reflexión se moldea y define desde un pensamiento situado, en donde se incorporan determinados conceptos e imágenes sintéticas sobre lo acontecido. La complejidad de los mecanismos de control social hace que se conviertan de pronto en didácticos. Son esos talleres de las revoluciones de donde salen las vanguardias y dirigencias lúcidas.

Uno de los capítulos mejor logrados del texto se titula: El país plebeyo: el sujeto de la movilización, que es un intento por trazar el rostro de las multitudes rebeldes aunque fragmentadas. El análisis sociológico de la mano con la etnografía política, y esa mirada de larga duración, le permiten a la autora ofrecer un conjunto de categorías y de tesis que vale la pena considerar. Existe ahí una teoría implícita. Es el razonamiento y la reflexión con los acontecimientos casi a la vista. Es ese país mestizo secularmente dominado y explotado. Pese a tener un imaginario político disperso, son portadores de un instinto de clase que los hace desconfiar de las ofertas ideológicas que abundan en el mercado de las izquierdas.

Las entrevistas que se incluyen en el libro no solo le dan el suficiente apoyo factual que todo libro de sociología política debería tener, sino que permiten oír y reconocer la voz de estos nuevos actores políticos colectivos. Un grupo social extenso y heterogéneo, que se mueve entre las actividades económicas informales, con trabajo y salario precario, culturalmente mestizos. Es esa franja del proletariado andino, objeto de marginaciones, de dominación y explotación, que son los que producen riqueza, en los centros mineros, o en la agroexportación, y donde ciertamente el lumpen también está presente. 

Sobre el gobierno de Castillo, hay mucho por explicar y comentar. Probablemente el testimonio y análisis de Durand no sea el más objetivo, por la sencilla y obvia razón de haber formado parte de su gobierno. Ello no obstante, las líneas que dedica a rememorar la enorme ola de esperanza que despertó su elección, sobre todo entre aquellos que protagonizaron el estallido, son pasajes notables y contundentes sobre los cambios y transformaciones que se vienen produciendo en el imaginario político de tales grupos humanos. La elección de Castillo, si se analiza desde la historia y cultura política de larga duración, sin duda es un punto de quiebre único en la república. Y con ello, una ruptura en el plano simbólico sobre la relación casi de guerra entre Clases, Estado y Nación, para recordar a Julio Cotler. Aunque más bien debería decirse naciones.

Lo que la elección de Castillo puso una vez más al descubierto es esa estructural escisión y oposición étnica y cultural entre lo andino y lo criollo, entre la ciudad y el campo, entre las urbes y las comunidades; y esto es particularmente escandaloso si tenemos en cuenta la revolución de las comunicaciones. Nadie está aislado a estas alturas de la civilización planetaria. Por el contrario, la tendencia es justamente a cierta secularización de la información y el consumo desenfrenado de mercaderías virtuales. Pese a ello, el Estado y los grupos de dominación social y económica actúan como si los productores directos viviesen en los siglos del sistema de dominio colonial.  

Existe una razón de Estado que se transmite de generación en generación y que reproduce esa tendencia del ninguneo y de la marginación, desde las altas esferas del poder político hacia los sectores menos favorecidos en las regiones. Toda una cultura de burócratas, a quienes poco  les interesa resolver situaciones de escándalo en la administración pública. El texto se ocupa por levantar la alfombra del desarrollo y del crecimiento económico para mostrar la basura y el detritus burocrático. Castillo espantó a toda esa masa de funcionarios engreídos que rotan de un lado a otro por lo menos desde hace tres décadas. Vieron, y con razón, que su reino estaba siendo puesto en cuestión. Acosado. Para ellos, era la barbarie que asomaba a sus salones pulcros y alfombrados. Por supuesto que existen honorables y dignas excepciones.

Otro fenómeno de suma importancia y que está presente en el libro, es el tipo de memoria histórica de la que son portadores los movilizados en las protestas: “Para los protagonistas del estallido, la protesta no empieza ni termina con ellos” (p. 79). La autora señala acertadamente que una característica de los tipos de memoria histórica que tienen países y sociedades que han sido sometidos a extensos periodos de dominio y dependencia colonial, es que poseen un capital simbólico muy dinámico que se transmite de generación en generación. Una suerte de vasos capilares que funcionan como correas de transmisión, y que les dan sentido a las luchas y resistencia de los dominados y explotados.

Sin embargo, a mi juicio, una de las limitaciones del texto es justamente cuando la autora ensaya una genealogía de los movimientos sociales en el Perú, para explicar que los sucesos  recientes son parte en realidad de una larga y compleja trayectoria. Se indican los grandes paros nacionales del siglo XX y el clasismo, la reforma agraria, las luchas campesinas, para luego remontarse al periodo de la Gran Rebelión tupamarista de 1780. Ese salto temporal puede resultar esquivo y llevar a malinterpretaciones. Si algo define al establecimiento de la república y las décadas posteriores, por lo menos hasta la caída de Leguía en 1930, es una historia y cultura política profundamente violenta. Casi una guerra civil permanente de baja intensidad.

En el siglo XIX hubo por lo menos hasta cuatro revoluciones, con característica de guerra civil  a  nivel nacional, y con la participación de la mayoría de grupos sociales. 1834, 1855-56, 1865 y 1894-95, y en la primera mitad del siglo XX la guerra civil de 1932. Y en el entreacto, numerosas conspiraciones, motines, asonadas, golpes de Estado. Como la rebelión separatista loretana de 1921, que duró casi un año, en el cual los rebeldes emitieron moneda propia y establecieron un gobierno autónomo de Lima. En suma, una historia tumultuosa. Ni qué decir del ciclo de revueltas campesinas en el centro, norte y sur del país a lo largo del siglo XX. El historiador liberal Sebastián Lorente, refiriéndose a este extenso periodo, lo definió como el siglo de las revoluciones. Justamente durante el periodo en el que a las poblaciones analfabetas se les canceló el derecho al sufragio.

En efecto, habría que explicar mejor desde la historia de las mentalidades, el imaginario político de los sectores campesinos e indígenas rurales movilizados recientemente. Se trata de la reforma electoral de 1895, cuando la élite política y económica de la época, la llamada República Aristocrática, encontró la llave mágica para desplazar durante las coyunturas electorales a esas turbas armadas que asolaban pueblos y ciudades, restringiendo el derecho a la ciudadanía solo a los que sabían leer y escribir. Con ello, la experiencia del sufragio se convirtió en un acto eminentemente urbano y de minorías. Los analfabetos, quienes fueron la mayoría poblacional en todo aquel extenso periodo, solo volvieron a tener derechos políticos con la Constitución de 1979. Casi un siglo después. La pregunta cae por sí sola. Y no es que las mayorías sociales de esa época se hayan mantenido en silencio. ¿Qué formas y modalidades de expresarse políticamente adquirieron esos grupos humanos marginados de la ciudadanía política? Fue esa explosiva combinación de violencia social, bandolerismo, el feroz gamonalismo, el retraimiento a valores comunales tradicionales; y lo más notable, la lucha y demanda permanente por tierras, propiedad, escuela y educación de parte de estos grupos sociales. El libro de Anahí Durand permite volver a considerar la agenda social pendiente que tiene esta república maltrecha con el país. Los tiempos y los plazos se van agotando y no admiten pausas. La historia, como bien lo sabemos, sigue su curso.

Gustavo Montoya
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