Gonzalo Armua*

Cuando el espectro de su padre le revela el crimen que desacomodó el reino y le impone la tarea imposible de “ponerlo en su lugar”, Hamlet enuncia en un susurro reflexivo: “The time is out of joint”. No es una frase suelta, es un diagnóstico de época pronunciado en el instante en que la verdad irrumpe y el mundo se desencaja, se desarticula, como un reloj roto. También hoy el tiempo parece fuera de quicio: en el marco de la disputa mundial entre EE.UU y China, el Caribe se militariza con pretensiones disciplinarias sobre el resto del hemisferio, una constelación de protestas juveniles y populares recorre de Marruecos a Indonesia y de los Andes al Báltico, la tragedia palestina abre “acuerdos” sobre ruinas sin justicia, la guerra en Ucrania se estabiliza en una temporalidad sin armisticio y Europa atraviesa un ciclo de fatiga política que erosiona su capacidad de fijar agenda, mientras la Argentina, en nombre de la estabilidad, delega su soberanía en una puesta en escena tragicómica.Todos signos de un orden temporal, político, cultural que entra en una fase desconocida, en un orden no hegemónico.
La militarización del Caribe —con dispositivos de interdicción que se expanden, ejercicios y capacidades de despliegue rápido y un discurso de “combate al narcotráfico” que funciona más como coartada que como política integral— no es una anécdota táctica sino una forma de gobierno del desorden internacional: un mensaje hacia Venezuela que, por extensión, condiciona a toda la región. Lo decisivo no es únicamente la presencia material de medios aeronavales y de fuerzas especiales, sino la normalización de un umbral de excepcionalidad jurídica que habilita operaciones de baja trazabilidad política y alta potencia simbólica. En términos regionales, el resultado es un clima de autocensura estratégica: gobiernos que priorizan el resguardo bilateral por sobre la cooperación multilateral, y agendas económicas y tecnológicas que se reordenan bajo presión, justo cuando la disputa por estándares —energía, datos, conectividad— define quién captura valor en la transición en curso.
Esto no solo sucede fronteras afuera de EE.UU. sino que tiene consecuencias hacia dentro de esta sociedad cada vez más desigual, violenta, con grandes transformaciones demográficas que se procesan de forma brutal, sobretodo desde la gestíon Trump 2 y su política de expulsión que con el dispositivo ICE ha vuelto una distopía escenificada el rechazo hacia la población migrante no Anglosajona. A esto hay que sumar el racismo estructural y la pauperización de la vida de las mayorias. Como dato no menor, en EEUU hay más de 30 millones de rifles semiautomáticos distribuidos legalmente entre la población. Una olla a punto de hervir en lo que muchos pensadores norteamericanos no tienen miedo de llamar como “guerra civil en ciernes” que se evidencia en el aumento de la protesta social, de asesinatos a figuras políticas y empresariales, como también en las masacres como parte de la cotidianeidad que se extiende como parte del paisaje.
Sobre ese fondo, la palabra “genocidio” dejó de ser una hipérbole en Palestina para nombrar un proceso de destrucción sistemática de vidas, instituciones y territorio. Los “acuerdos” firmados o anunciados en los últimos meses —alto al fuego parciales, arreglos de reconstrucción, fórmulas de administración transitoria— aparecen como arquitecturas de paz negativa levantadas sobre un desierto humano y urbano: no garantizan verdad ni justicia, no aseguran retornos seguros, no detienen la dinámica de desposesión y castigo colectivo, y consolidan una geografía del encierro que fractura cualquier horizonte de autodeterminación efectiva. La diplomacia, cuando omite el triángulo mínimo de verdad, justicia y reparación, no pacifica: congela el daño y convierte a la ayuda humanitaria en dispositivo de administración del sufrimiento.
La continuidad de la guerra en Ucrania, por su parte, ha institucionalizado un estado de excepción europeo y una economía de guerra de alcance global. El frente permanece activo en ciclos de ofensivas y repliegues sin punto de capitulación, con tecnologías de dronificación que abaratan la letalidad y encarecen la defensa, ataques recurrentes a infraestructura energética y logística que reconfiguran mercados y precios, y un régimen de sanciones que, lejos de clausurar la contienda, la desplaza en costos hacia terceros países. La temporalidad del conflicto —meses que ya son años— erosiona legitimidades políticas en el “mundo libre”, presiona presupuestos y revela los límites de una arquitectura política pensada para otra era.
Europa atraviesa su propio “tiempo desquiciado”: Francia encadena crisis gubernamentales, recomposiciones sin mayorías estables y un malestar social que ya no se mitiga con rotación de élites; el continente, más amplio, convive con parlamentos fragmentados, coaliciones de geometría variable y una derecha radical con capacidad de veto discursivo aun cuando no gobierne. Esta fragilidad se traduce en menor poder de proyección —normativo, comercial, tecnológico— y en una agenda externa crecientemente reactiva. La Unión, que supo fijar reglas y estándares, corre el riesgo de quedar encajada entre la coerción de la seguridad atlántica y la gravitación tecnológica extrarregional, sin una estrategia propia para la doble transición verde–digital que prometió liderar.
En paralelo, emerge un patrón de protesta que, con acento generacional, comparte repertorios y agravios aun cuando la semántica local difiera. En Marruecos, la carestía, el desempleo juvenil y los conflictos sectoriales —en especial en educación— alimentan oleadas intermitentes que combinan huelga, boicot y performatividades digitales; en Serbia, la desconfianza en la integridad electoral y la fatiga con la corrupción reabren la calle como espacio de verificación pública; en Nepal, las restricciones a plataformas y los cortes de internet actúan como chispa de coordinación distribuida y, de manera paradójica, intensifican la politización de forma masiva; en Filipinas, la conflictividad del transporte (jeepneys) condensa precarización y reformas impopulares; en Bangladesh, el legado de las movilizaciones estudiantiles dejó capacidades organizativas que hoy reaparecen frente a nuevas controversias; en Camerún, la negación del gobierno de dar los resultados electorales que beneficiaban a la oposición —incluidos apagones selectivos— pasó de la indiferencia a la protesta en pocos días; en Kenia, la revuelta fiscal de la juventud urbana reconfiguró el campo político y dejó una huella de desconfianza estructural; en Madagascar, la combinación de cortes de energía, inflación y erosión de legitimidad institucional empuja estallidos de alta rotación; y en Indonesia, la denuncia de privilegios, opacidad y blindajes normativos de élites cataliza la confluencia entre estudiantado, trabajadores y capas medias precarizadas. El corredor andino replica esta gramática con sus propias inflexiones: Perú sostiene un ciclo de movilizaciones con epicentro en Lima y que se expande a otras regiones, organizadas alrededor de demandas de representación efectiva, garantías de derechos y rechazo a la violencia estatal; Ecuador, por su parte, ingresa en un paro nacional prolongado articulado a la retirada de subsidios al combustible y al encarecimiento del transporte, con respuestas represivas cada vez mas inhumanas.
El elemento común no es una ideología homogénea sino una ecuación material-moral: precarizacion de la vida, aumento de tarifas, acceso desigual a servicios esenciales, denuncias extendidas de corrupción o privilegio institucional, y un régimen de plataformas que habilita coordinación de baja intensidad organizativa y alta intensidad afectiva. La Generación Z aparece como catalizador antes que como sujeto único: trabaja con herramientas meméticas, construye legitimidades horizontales y se mueve en geografías híbridas —la ciudad, el feed, el grupo— donde la velocidad de circulación de encuadres supera la capacidad de respuesta de los aparatos tradicionales. Las élites, en cambio, tienden a leer el fenómeno en clave securitaria o tecnocrática, produciendo un desfasaje entre demandas de fondo de la sociedad y respuestas en superficie desde institucionalidades cada vez mas fŕagiles, ampliando la brecha de confianza y alimentando nuevos ciclos de movilización.
Argentina se inserta en esta escena mundial desarticulada con una apuesta riesgosa: estabilizar con anclas externas que traen adjuntas condicionalidades explícitas e implícitas. La narrativa del “rescate” —liquidez, compras de moneda, vehículos financieros— tiende a consolidarse como tutelaje económico y geopolítico, a la vez que se renuncia a la soberanía de forma abiertamente colonial. La ecuación es conocida: previsibilidad nominal de corto plazo a cambio de dependencia prolongada, modernización declamada con primarización efectiva, y una gestión de la conflictividad que se mueve entre la pedagogía del sacrificio y la amenaza autoritaria. En ese marco, el alineamiento personalista con una administración estadounidense que vuelve sobre doctrinas de fuerza y condicionamiento otorga certidumbre a los acreedores, pero resta capacidad para diseñar una senda económica propia, sostenible y socialmente aceptable.
Lo que articula todas estas escenas es la transición hegemónica en curso, que vuelve a acoplar finanzas, coerción y tecnología en una arquitectura global que disputa no solo territorios y recursos sino también estándares, lenguajes y memorias. La llamada cuarta revolución industrial reorganiza fuerzas productivas —automatización, datos, inteligencia artificial— y concentra poder en plataformas capaces de fijar precios, condiciones de acceso y gramáticas de visibilidad; el intelecto general, lejos de funcionar como común social, aparece privatizado y rentado, con efectos ambivalentes: potencia la coordinación cívica y, a la vez, habilita formas densas de vigilancia y manipulación. En esta diagonal, la guerra híbrida se desplaza hacia un frente cognitivo: la disputa por el sentido —qué cuenta como verdad, qué circula, qué se silencia— se vuelve condición de posibilidad de cualquier ventaja geopolítica, y el Caribe militarizado opera tanto como fuerza física cuanto como mensaje performativo. En esa diagonal, la “guerra híbrida” desliza su centro de gravedad hacia lo cognitivo, donde definir qué cuenta como realidad es tan decisivo como ocupar una colina. “The time is out of joint” no inaugura una consigna sino un diagnóstico: indica que el orden del mundo (político, moral y cronológico) está “desencajado”. Sin promesas ni horizontes claros, ese desajuste abre, sin embargo, una ventana de oportunidad para transformaciones más profundas. Un diagnóstico que nos permite pensar desde otra categoría de tiempo: el kairós griego (tiempo oportuno) , no como consuelo, sino como la rara coincidencia entre coyuntura y sentido, ese instante fugitivo en que el intervalo se vuelve legible y deja ver—apenas—que los órdenes más sólidos llevan inscrita la posibilidad de su propia superación.
* Coordinador de Relaciones Internacionales de Patria Grande – Argentina.
