¿QUÉ CLASE DE CLASE SOMOS?

Reflexiones sobre el capitalismo tecnológico (V)

Jorge Millones

El acto de magia más grandioso de todos los tiempos, ejecutado en la era del capitalismo cognitivo, ha consistido en hacer «desaparecer» la lucha de clases. Este fenómeno se ha logrado gracias a las herramientas de la guerra cognitiva y la tecnología, que han posibilitado la creación y visibilización de una multitud de agendas, muchas de ellas indudablemente importantes y otras, mucho más que ridículas. Sin embargo, este proceso ha tenido como consecuencia relegar a un segundo plano la lucha de clases y las implicaciones de la contradicción entre capital y trabajo.

En lugar de complementarse mutuamente, como sería deseable, se ha generado una falsa contradicción y un sectarismo exacerbado, que ha obstaculizado lamentablemente la unificación de todas las luchas en una identidad colectiva única, en una única causa emancipadora, en una sola agenda de liberación. Esta situación ha beneficiado principalmente a las élites que promueven, gestionan y obtienen beneficios del sistema, manteniendo así el statu quo intacto. Salvo el reconocimiento de ciertos derechos sectoriales que tienen que ver con la identidad, los derechos ambientales, territoriales, laborales y de protección social, se encuentran en una situación aún más precaria. Las luces del capitalismo cognitivo se enfocaron en todas las identidades, menos en la de clase.

Nada por aquí, nada por allá

La combinación de factores como el individualismo, el avance tecnológico, la ideología neoliberal, la fragmentación de las luchas sociales y la cultura del entretenimiento ha desactivado la conciencia de la lucha de clases en la sociedad contemporánea. La idea de conciencia de clase no desapareció con la caída del muro de Berlín, sino, con la aparición del mundo digital y el marco estructural que fue necesario imponer con la globalización neoliberal. A una velocidad alucinante y en una generación se licuó el pasado y sus contradicciones, se esfumó la explotación económica detrás de todo tipo de pantallas digitales. El deslumbrante éxito de TikTok, corporación proveniente de una China bajo el estandarte del comunismo, pero que aboga por el libre mercado sin un ápice de conciencia de clase, no ha sido capaz de proporcionarnos siquiera una ínfima comprensión de la compleja trama de la dominación capitalista en su forma tecnológica, abandonando completamente el frente ideológico.

La fragmentación de las luchas sociales es un fenómeno que se agudiza con el capitalismo cognitivo y de vigilancia. Pues, es en el ciberespacio en donde habitan ahora todo tipo de agendas, reivindicaciones y luchas. Pero lo hacen en un clima de total banalidad, en donde cada reivindicación es orientada y desactivada por los algoritmos, prima más la necesidad de reconocimiento individual, que reconstruir el sentido comunitario; la cultura del entretenimiento y la constante exposición a medios digitales han contribuido a mantener a las personas distraídas y alejadas de la reflexión sobre las condiciones socioeconómicas y las relaciones de poder.

Parte del humo que encubre esta evaporación de la lucha de clases, lo proporcionan las teorías de la conspiración, si bien pueden parecer una invitación a cuestionar las narrativas dominantes y a explorar las complejas estructuras de poder que dan forma a nuestras vidas, en realidad sirven más como una vía de escape o distracción. En lugar de abordar los problemas sistémicos subyacentes, estas teorías desvían nuestra atención hacia explicaciones simplistas y fácilmente digeribles. Este fenómeno permite a ciertas personas sentirse menos abrumadas por la complejidad de los desafíos sociales y políticos, pero lamentablemente conduce a una falta de acción significativa para abordar las injusticias reales.

La desilusión generalizada y la desinformación, engendradas por la guerra cognitiva, han generado enormes comunidades, algunas de ellas incluso convertidas en lucrativos negocios, de seguidores de teorías conspirativas sobre extraterrestres, demonios, fantasmas, profecías sobre el “fin del mundo”, gobiernos ocultos, terraplanistas, antivacunas y otros fenómenos misteriosos. En lugar de afrontar de frente el capitalismo y la explotación, prefieren sumergirse en estos enigmas. Este comportamiento puede ser interpretado desde varias perspectivas psicológicas y sociológicas.

En primer lugar, las teorías de la conspiración ofrecen explicaciones simplificadas y, a menudo, emocionantes para fenómenos complejos, lo que puede resultar reconfortante para aquellos que buscan sentido en un mundo caótico y confuso. Además, estas teorías suelen implicar un componente de secreto y exclusividad, generando así una sensación de pertenencia a una comunidad selecta de «iniciados» con conocimientos privilegiados.

Por otro lado, confrontar al capitalismo y la explotación implica desafiar estructuras de poder profundamente arraigadas y cuestionar el sistema económico y social dominante. Esto puede resultar intimidante y desalentador para muchas personas, especialmente si se sienten impotentes o desinformadas sobre cómo cambiar estas estructuras. Además, el capitalismo y la explotación están tan entrelazados en la estructura misma de nuestras sociedades que la posibilidad de un cambio significativo se ve aún más obstaculizada.

Aristocracia tecnológica y guerras cortesanas

Vivimos bajo el yugo de una aristocracia tecnológica, expresión contemporánea del capitalismo cognitivo y de vigilancia, que consolida el poder en manos de una élite tecnocrática, respaldada por las grandes empresas de inversión. Esta élite extiende sus tentáculos en oscuras alianzas con magnates de la guerra, el petróleo, el litio y otros minerales raros, además de controlar alimentos, medicinas, territorios y recursos esenciales como el agua. En la nueva geopolítica, la guerra es incesante y en varios frentes, hay guerra incluso cuando se está en paz, y la influencia de las empresas tecnológicas se fundamentan en el control de la información, el poder económico y la seguridad nacional, último rubro fundamental para sus intereses.

Este grupo tecnocrático, con empresas como Apple, Google, Microsoft, Tesla, entre otras, ejerce un dominio casi soberano no solo sobre el flujo global de datos, sino también sobre recursos económicos que superan a los de muchos Estados, transformándolos en actores geopolíticos de gran influencia. Esta concentración de poder les permite manipular narrativas públicas y ejercer una vigilancia masiva, exacerbando las desigualdades y limitando la autonomía individual. Son actores políticos deliberados que influyen en las sociedades para lograr objetivos particulares.

En el ámbito de la seguridad, la colaboración y competencia entre Estados y empresas tecnológicas en el desarrollo de tecnologías avanzadas redefine la naturaleza de la guerra, extendiéndola al ciberespacio y aumentando la dependencia estatal de estas entidades privadas, lo que refuerza un orden social y político profundamente asimétrico. Ya hemos visto como la OTAN se toma muy en serio extender la guerra cognitiva a toda la sociedad global, porque reconocen la importancia de este nuevo campo de batalla que han abierto estas empresas.

Figuras como Bill Gates (Microsoft), Elon Musk (Tesla, SpaceX), Larry Page y Sergey Brin (Google), Mark Zuckerberg (Meta) Tim Cook (Apple) y los líderes de OpenAI (Sam Altman, Greg Brockman, Ilya Sutskever, John Schulman y Wojciech Zaremba) no solo dominan los recursos económicos y tecnológicos, sino que también controlan la producción y distribución del conocimiento, perpetuando así la hegemonía cultural y económica. La acelerada concentración de poder en manos de esta élite tecnológica fomenta la desigualdad social y económica, mientras su capacidad para vigilar y controlar grandes cantidades de datos refuerza un orden social jerárquico. Esto refleja y amplifica las dinámicas de poder del capitalismo tradicional, donde la vigilancia y el control de la información se convierten en herramientas para mantener y expandir su dominio, consolidando así un nuevo tipo de hegemonía y una aristocracia tecnología en la era digital.

Pero entre estas élites tecnológicas también habita la guerra y la desconfianza. La nueva joya de la corona del capitalismo tecnológico es ahora la Inteligencia Artificial (IA). La lucha por el control de esta nueva “herramienta” nacida también -igual que la internet- de la alquimia de la competitividad y de la guerra, dispara las ambiciones y los afanes de control de estos principados del algoritmo.

La compleja y competitiva trayectoria de OpenAI se ha convertido en el epicentro de conflictos y alianzas en el mundo de la inteligencia artificial. La historia comenzó con la fundación de OpenAI en 2015 como una organización sin fines de lucro, dedicada a la investigación avanzada de IA, con la noble intención de garantizar que los beneficios de la IA se compartieran equitativamente y de divulgar sus descubrimientos a la comunidad científica. Sin embargo, la codicia, fiel compañera del capitalismo, transformó gradualmente su enfoque hacia la comercialización de sus tecnologías. Un punto de inflexión significativo fue la inversión de 10,000 millones de dólares de Microsoft en 2019, que alteró tanto su estructura como su misión original.

La salida de Elon Musk añadió una capa más de complejidad a esta saga, desencadenando una guerra interna y conflictos de poder dentro de OpenAI, especialmente en su junta directiva. Figuras clave como Sam Altman, Greg Brockman e Ilya Sutskever han desempeñado papeles cruciales en estos dramas corporativos. Por ejemplo, Sutskever, cofundador y jefe científico de OpenAI, ha tenido visiones contrapuestas con Altman sobre el enfoque y el ritmo de desarrollo de la IA, abogando por un progreso más cauteloso y seguro. Estos desacuerdos y las tensiones resultantes se intensificaron, provocando renuncias y reorganizaciones dentro de la junta directiva.

La postura de Sam Altman en relación con la inteligencia artificial, caracterizada por un enfoque agresivo y veloz hacia su desarrollo y despliegue, plantea varios riesgos significativos. Uno de los principales peligros radica en la posibilidad de desplegar sistemas avanzados de IA sin una comprensión completa de sus capacidades y limitaciones, lo que podría desencadenar consecuencias imprevistas y potencialmente catastróficas. Esta prisa puede conducir a un uso irresponsable de la tecnología de IA, sin las salvaguardas necesarias para prevenir su mal uso o mitigar los daños colaterales. La falta de una regulación adecuada y la velocidad del desarrollo podrían sobrepasar la capacidad de la sociedad para adaptarse y manejar estos cambios, exacerbando así problemas como la desigualdad económica y social.

Además, la visión de Altman podría subestimar los riesgos éticos y de seguridad asociados con la IA avanzada. Expertos en el campo han advertido sobre la posibilidad de que los sistemas de IA, si no se controlan adecuadamente, puedan ser empleados para propósitos maliciosos, desde ciberataques hasta la manipulación de la opinión pública. La IA avanzada también plantea el riesgo de una pérdida de control humano, donde los sistemas autónomos podrían tomar decisiones que escapen a la supervisión humana o incluso actuar en contra de los intereses humanos. La competencia intensa por el liderazgo en IA puede incentivar a las empresas a priorizar la velocidad y la innovación sobre la seguridad y la ética, aumentando así el potencial de resultados peligrosos y no deseados.

La batalla entre estos aristócratas tecnológicos, nos recuerda que, por muy geniales que sean estos exnerds que emergieron de alguna cochera en Silicon Valley, sus acciones reflejan sorprendentes similitudes con los antiguos magnates industriales. La codicia, el control, los monopolios y la guerra siguen siendo las constantes inamovibles del capitalismo, demostrando que la tecnología no es un antídoto para la naturaleza humana, sino simplemente su último disfraz.

La indignación desactivada

El capitalismo actual, en sus múltiples formas (capitalismo de vigilancia, cognitivo, de plataformas, financiero y especulativo) ha transformado profundamente la sociedad. Estos modelos no solo explotan nuevas fuentes de valor económico, como la información, nuestros hábitos y el conocimiento, sino que también han generado precariedad laboral y desinformación masiva. La vigilancia constante, la flexibilidad laboral sin estabilidad y la especulación financiera desenfrenada han erosionado las bases tradicionales de la seguridad y los derechos laborales.

Como resultado, las potencialidades transformadoras de las comunidades han sido desactivadas. A pesar de la constante circulación de información sobre crisis globales, como masacres, genocidios y el cambio climático, la respuesta social es mínima. La empatía parece reservada para temas triviales mientras las estructuras necesarias para un cambio significativo permanecen inalteradas. La juventud, en particular, se ve atrapada en este ciclo, hipnotizada por las pantallas y desmotivada para impulsar las transformaciones estructurales que el mundo necesita.

La evaporación del sentido de comunidad, de empatía con los que en verdad la necesitan con urgencia, describen un escenario desastroso en el plano de la subjetividad necesaria para apuntalar los cambios. Como bien señala Byung-Chul Han, vivimos en una época donde la información sobre atrocidades globales es omnipresente, pero la reacción es nula. Es como si hubiéramos sido programados para sentir solo por lo que es bonito y entrañable, mientras el cambio estructural necesario para salvarnos de la catástrofe se queda en el limbo.

El filósofo italiano » Franco «Bifo» Berardi propone el concepto de «capitalismo semiótico”, que sería una fase del capitalismo en la que la producción de valor se centra en la manipulación y circulación de signos, información y conocimiento, más que en la producción material tradicional. En este sistema, el trabajo cognitivo y afectivo de los individuos se convierte en el principal recurso explotado, donde la creatividad, la comunicación y las capacidades intelectuales son mercantilizadas. Este capitalismo se caracteriza por la explotación de la mente y las emociones a través de tecnologías digitales y plataformas de comunicación, creando un entorno en el que la información y los flujos de datos son esenciales para la acumulación de capital. La consecuencia de esta dinámica es una creciente alienación, ya que las experiencias humanas se mediatizan y monetizan, mientras que la precariedad laboral se amplifica al desdibujar las fronteras entre tiempo de trabajo y tiempo libre, afectando profundamente la subjetividad y la vida cotidiana de las personas.[1]

Vivimos en un presente embotado de una “hiper-realidad” que llega por las pantallas y que nos impide pensar alternativas de cambio. Enfrentamos una «crisis del futuro» como plantea «Bifo» Berardi, una incapacidad creciente de la sociedad para imaginar y proyectar futuros alternativos al presente capitalista. La hegemonía del capitalismo neoliberal ha colonizado no solo la economía y la política, sino también la imaginación colectiva. Este fenómeno se traduce en una percepción generalizada de que no hay alternativas viables al sistema actual, lo que produce un estancamiento en la creatividad social y política. La incertidumbre y la inestabilidad generadas por la precarización laboral y la volatilidad económica que profundiza esta crisis, ya que las personas se ven atrapadas en la urgencia del presente, incapaces de pensar a largo plazo o de planificar futuros distintos.

La crisis del futuro está vinculada a una profunda desconexión emocional y social provocada por la tecnología digital. Las plataformas y redes sociales, aunque omnipresentes, fomentan una cultura de la inmediatez y del consumo rápido de información, lo que debilita la capacidad de reflexión profunda y el compromiso con proyectos a largo plazo. Este entorno tecnológico y cultural reduce el espacio para la esperanza y la utopía, elementos esenciales para la construcción de futuros alternativos. En consecuencia, la crisis del futuro no es solo una crisis económica o política, sino también una crisis existencial y cultural que limita la capacidad de la humanidad para soñar y trabajar hacia un mundo diferente y mejor.[2]

Berardi propone que, frente al capitalismo semiótico que mercantiliza la creatividad y la comunicación, la autonomía y la resistencia deben basarse en la creación de comunidades y redes que promuevan la cooperación y el apoyo mutuo, alejándose de la lógica del mercado. Para Berardi, la verdadera resistencia surge al reconectar a los individuos con su propia creatividad y con los demás, fomentando prácticas de solidaridad y empatía que desafíen la alienación y la precariedad impuestas por el capitalismo contemporáneo. Esta resistencia no solo es económica, sino también cultural y emocional, buscando recuperar espacios de autonomía donde las personas puedan imaginar y construir alternativas al sistema dominante, fortaleciendo la capacidad colectiva de soñar y actuar de manera independiente del control capitalista.

Eso resuena profundamente con la tradición comunitaria andina y las prácticas de las comunidades campesinas y originarias de América. Estas comunidades practican una lógica de vida centrada en el «buen vivir» y el amor a la Pachamama (Madre Tierra), que contrasta con la lógica explotadora del capitalismo. La cosmovisión andina valora la interdependencia y la reciprocidad, donde el bienestar individual está intrínsecamente ligado al bienestar colectivo y al entorno natural. Este enfoque comunitario y ecológico ofrece un modelo de resistencia cultural y económica que se alinea con la propuesta de Berardi, subrayando la importancia de recuperar la autonomía y la solidaridad para contrarrestar la alienación y la explotación del capitalismo contemporáneo. Al integrar prácticas ancestrales de respeto mutuo y armonía con la naturaleza, estas comunidades ofrecen una alternativa viable y sostenible al modelo capitalista, enfatizando una forma de vida que prioriza la salud comunitaria y ambiental por encima del lucro y el individualismo.

Guerra cognitiva y nueva conciencia de clase

La lógica competitiva del capitalismo ha generado tal desastre en tan poco tiempo, que nos enfrentamos a una crisis ambiental sin precedentes. Esta forma “darwinista” de estructurar la sociedad y su atroz relación con la naturaleza, nos lleva indefectiblemente a la guerra. Luego de los monopolios y el control total de un territorio sobreviene la guerra por recursos. En el otro extremo, se ubica la lógica cooperativa, que es la que ha generado en verdad las civilizaciones humanas, es esta racionalidad la que tendría que primar. Sin ningún afán de idealizar, romantizar nada y mucho menos ignorar la complejidad humana, es importante mirar más allá de la modernidad capitalista que ha impuesto la lógica de guerra, más allá del individualismo y su ética egoísta; y asumir la declaración de guerra perpetua que el capitalismo le ha declarado a la gran mayoría de la humanidad y al planeta mismo.

La lógica de guerra está presente el cotidiano, en las familias, en las escuelas, en las iglesias, en la economía, en la política, en los medios de comunicación, en todo. Y es glorificada a través de una serie de valores como la competitividad, el “emprendedurismo”, el desarrollo, el progreso y muchas palabras más que componen una entelequia del desastre. Y cuando hay algún atisbo de resistencia o protesta, aparece la aplanadora mediático-cultural a criminalizar, demonizar y si esto no funcionara, siempre está el encierro y el directo asesinato ejemplificador para que no olvidemos quién manda aquí y de quiénes es el mundo en realidad.

Las reflexiones de György Lukács sobre Historia y Conciencia de Clase pueden encajar de manera reveladora en la actualidad del capitalismo cognitivo, proporcionando una lente crítica para analizar las nuevas formas de explotación y dominación que emergen en este contexto: “El destino de la clase proletaria depende del despertar de su conciencia de clase y de su capacidad para actuar como sujeto histórico. La reificación oculta las relaciones sociales bajo la apariencia de relaciones entre cosas, y solo a través de la lucha consciente puede el proletariado desvelar la verdadera naturaleza de la sociedad capitalista y transformar sus condiciones de existencia.»[3]

Lukács sostiene que, en el capitalismo, las relaciones sociales se transmutan en relaciones entre cosas, fenómeno que denomina reificación. Este proceso alienante implica que los seres humanos se separan de su trabajo, de sí mismos y de los demás. En el capitalismo cognitivo, la reificación se intensifica, extendiéndose más allá de los productos materiales para abarcar datos, información y conocimiento. Los trabajadores del conocimiento, como desarrolladores de software, creadores de contenido y analistas de datos, se alienan cuando su creatividad y saberes se mercantilizan, convirtiéndose en instrumentos para la generación de valor económico en beneficio de las corporaciones.

La ideología en el capitalismo justifica y naturaliza la explotación. En el capitalismo cognitivo, esta ideología promueve la noción de que el acceso a la información y la participación en la economía digital son emancipadores. Sin embargo, esto oculta la realidad de que las grandes plataformas tecnológicas acumulan enormes cantidades de datos y poder económico, perpetuando y exacerbando las desigualdades sociales. Si Lukács estuviera vivo, seguramente diría que el capitalismo cognitivo introduce una nueva forma de proletarización, donde incluso los trabajadores altamente calificados, como programadores y científicos, enfrentan precariedad y explotación. La propiedad intelectual y los derechos sobre el conocimiento producido frecuentemente pertenecen a las corporaciones, no a los trabajadores, creando una nueva clase de explotación donde el conocimiento y la creatividad son expropiados por el capital.

Para Lukács, la conciencia de clase es esencial para que los trabajadores reconozcan su explotación y se unan en la transformación de la sociedad. En la era del capitalismo cognitivo, la falsa conciencia se perpetúa a través de las tecnologías digitales y las plataformas de redes sociales. Estas herramientas no solo distraen y desinforman a los trabajadores, sino que también les impiden percibir las estructuras de poder que los explotan. La personalización algorítmica y el entretenimiento constante contribuyen a mantener a los individuos en un estado de pasividad y despolitización, dificultando el despertar de una verdadera conciencia de clase.

Las ideas de Lukács sobre la organización y la lucha colectiva para la emancipación son plenamente aplicables en el contexto actual. Movimientos como el software libre, las cooperativas de trabajadores del conocimiento y las iniciativas de datos abiertos representan formas contemporáneas de resistencia contra la dominación del capitalismo cognitivo. Estas iniciativas buscan democratizar el acceso a la información y el conocimiento, devolviendo el control a los productores y usuarios, y estableciendo nuevas formas de solidaridad y acción colectiva. Las reflexiones de Lukács ofrecen un marco teórico pertinente para comprender y criticar las dinámicas del capitalismo cognitivo y el reconocimiento de la necesidad de una conciencia de clase renovada y de formas de organización que desafíen las nuevas modalidades de explotación y dominación en la era digital.

El desafío de unificar las luchas y entender que el capitalismo articula todas las formas de dominación y subsume utilitariamente las justas reivindicaciones, es el primer punto de cualquier agenda de transformación. Recuperar una nueva conciencia de clase radica en una educación y formación política orientada a dotar a los individuos de herramientas críticas que permitan comprender las dinámicas del capitalismo y sus efectos en la vida social. Este proceso debe incluir la creación de espacios de discusión colectiva donde se compartan experiencias y se realice un análisis profundo de las condiciones laborales. Es crucial identificar y cuestionar las narrativas que legitiman la explotación, revelando cómo estas ideologías funcionan en beneficio del capital. Asimismo, se debe fomentar la solidaridad y la organización entre trabajadores y otros grupos oprimidos, con el fin de construir un poder colectivo capaz de desafiar y transformar las estructuras de dominación imperantes.

Luchar en todos los frentes

Enfrentar al capitalismo demanda una estrategia multiforme que abarque territorios, movimientos sociales y el Estado con sus instituciones, dado que este sistema penetra todas las dimensiones de nuestra vida colectiva, moldeando estructuras de poder y dominación. La defensa de los territorios, entendidos como espacios de resistencia y autonomía, es crucial para contrarrestar la explotación y el despojo, promoviendo prácticas económicas solidarias. Los movimientos sociales son vitales para articular estas luchas, tejiendo redes de solidaridad que trascienden fronteras locales e internacionales. Además, la transformación del Estado y sus instituciones es indispensable, pues son ellos los que implementan políticas que pueden perpetuar o desafiar la lógica capitalista. Así, la lucha contra el capitalismo debe ser integral, combinando la defensa territorial, la movilización social y la intervención estatal para construir un horizonte de justicia y equidad.

En el contexto del capitalismo contemporáneo, es esencial abordar el control de datos y la explotación del trabajo cognitivo mediante un programa político y social integral. Shoshana Zuboff destaca la importancia de regular las prácticas de las grandes corporaciones tecnológicas para proteger la privacidad y los derechos individuales, junto con medidas que aseguren transparencia y rendición de cuentas. Asimismo, Franco «Bifo» Berardi y Christian Fuchs subrayan la necesidad de priorizar el bienestar social y mental, democratizar el control de los medios digitales y valorar el trabajo digital para construir una sociedad más justa y solidaria frente al capitalismo de control y cognitivo.

En el ámbito familiar y educativo, es crucial fomentar una alfabetización digital crítica que promueva un uso consciente de la tecnología y cuestione las narrativas del individualismo. Esto implica educar sobre la privacidad, equilibrar el uso de la tecnología con actividades offline creativas, y fortalecer la solidaridad y el bienestar común. La resistencia al capitalismo cognitivo requiere democratizar la tecnología, proteger los derechos digitales y redistribuir la riqueza, construyendo un futuro donde prevalezcan la libertad y la dignidad sobre el lucro desenfrenado.

Generaciones melancólicas

Bueno, llegamos a la parte final de esta última entrega. Gracias por la paciencia de leerme hasta aquí y un especial agradecimiento al colectivo de Nuestro Sur por hacer posible esta comunicación. Quisiera culminar estas reflexiones sobre el nuevo capitalismo tecnológico compartiendo algunos detalles personales que pueden iluminar mejor lo que he intentado decir en este amasijo de ideas, enfoques, investigaciones, experiencias, sensaciones y emociones. Emociones como la tristeza, la incertidumbre y la desilusión que me embargan por ser parte de una generación que atestiguó el derrumbe de una época cargada de esperanzas, y que, sin embargo, construyó con esos escombros una propuesta real, que se niega a agachar resignadamente la cabeza ante el poder desembozado y violento de los alabadores del mercado, asumiendo los errores de quienes nos precedieron y convocando al futuro, a las generaciones que ahora traspasan el siglo XXI.

Formo parte de una generación bisagra, esa intermedia que vio desmoronarse el sólido edificio del siglo XX con sus revoluciones sociales, políticas, culturales, y que también presenció el surgimiento del siglo XXI, con su globalización arrolladora, el ascenso del todopoderoso neoliberalismo y la revolución tecnológica y digital. Fui testigo de la desaparición de ese mundo sólido de la modernidad, de los derechos humanos, del orden político y geopolítico de la Guerra Fría, y vi emerger un mundo caótico, unipolar y arbitrario, donde la potencia más fuerte y sus epígonos dictan cómo debe ser el mundo y qué rol deben jugar los pueblos.

Vimos desaparecer el mundo analógico, con sus vinilos, casetes, sus libros y diarios impresos, sus cinemas que eran catedrales de la imaginación, y emerger el mundo digital, un entramado de celulares, algoritmos y apps. Vimos desvanecerse el mundo de los juegos callejeros, del entretenimiento colectivo que forjaba lazos y aventuras compartidas, para ser reemplazado por los videojuegos, la soledad de los “gamers” y las adicciones tecnológicas que encapsulan a las personas en burbujas de realidad virtual. La modernidad, con su peso de certezas y estructuras, dejó paso a una era de incertidumbres líquidas, donde lo sólido se disuelve y lo tangible se vuelve espectral.

Vimos envejecer y desaparecer revoluciones y experiencias de transformación que marcaron e inspiraron a varias generaciones, esos sueños colectivos que parecían eternos y se desvanecieron como humo en la licuadora neoliberal, que enterró los derechos sociales en la fosa común de la historia. Fuimos testigos de la agonía y muerte del mundo del Trabajo y los sindicatos, baluartes de la dignidad obrera, convertidos en sombras de sí mismos. Presenciamos la triste aparición de muchedumbres de trabajadores precarios, mientras el salario se convirtió en una espada de Damocles, siempre al borde del chantaje y la amenaza.

Vimos desaparecer la Clase y la conciencia de clase, esos pilares de la lucha solidaria, y en su lugar, surgieron masas cretinas de gente que se regodea en su autoexplotación, celebrando su servidumbre como si fuese libertad. Nos tocó vivir la transformación de la solidaridad en individualismo, de la lucha compartida en competencia despiadada, y en medio de este panorama desolador, seguimos buscando las grietas por donde se filtre un poco de esperanza, alguna chispa de resistencia que nos recuerde que otro mundo siempre es posible.

“Dirán que la necedad parió conmigo”

En los laberintos oscuros del neoliberalismo y el capitalismo digital, la izquierda se encuentra atrapada en una melancolía casi tangible, una sombra que se cierne tras la caída de los grandes proyectos emancipadores del siglo XX. Como ecos de un pasado que aún susurra promesas no cumplidas, el socialismo y el comunismo resuenan en el lamento de un duelo interminable. Siguiendo a Enzo Traverso, con su aguda percepción, no debemos ver esta melancolía como una carga paralizante, sino como una fuente potencial de renovación crítica. Es en la asimilación de este dolor, en el reconocimiento de los fracasos, donde la izquierda puede hallar una chispa para reencender la llama revolucionaria, para trazar nuevos mapas de acción política en los surcos de la memoria.

«La melancolía no es solo una nostalgia del pasado, sino una forma de duelo que contiene un potencial emancipador. En vez de caer en el pesimismo, la izquierda debe asumir su propia historia de derrotas y fracasos como una forma de aprendizaje y renovación. La memoria de estas luchas pasadas puede convertirse en una fuente de inspiración para nuevas formas de acción política, manteniendo viva la llama de la emancipación y la justicia social.» [4]

Aunque el capitalismo digital, con su deslumbrante fachada de irrevocable progreso, violencia y conectividad, nos quiera alejar de la historia condenando a los pueblos una culposa amnesia penitente por haber osado desafiar la injusticia, no debemos olvidar que es en la reivindicación de las luchas pasadas, en el aprendizaje de nuestros errores, es donde yace el verdadero potencial para redescubrir nuestro papel en la lucha por la justicia y la igualdad. Es un llamado a la reflexión revolucionaria y a la acción directa, una invitación a utilizar nuestra melancolía como un faro que ilumine el camino hacia un futuro más justo, más humano.

Seguramente, los más jóvenes puedan pensar que no hay otro mundo posible, o peor aún, que ni siquiera es deseable. Pero quienes hemos sido testigos de las transformaciones mencionadas más arriba, sabemos que nada en la Historia es estático ni inmutable. El actual orden de cosas, por más cerrado y omnipresente que parezca, puede ser cambiado. Esta convicción no se basa únicamente en la posibilidad, sino en un imperativo ético. Se puede cambiar porque se debe cambiar. Walter Benjamin lo vio con claridad: la lucha por un mundo mejor no es solo una opción, sino una obligación moral.

«La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en el que vivimos es la regla. Debemos llegar a un concepto de historia que corresponda a esta. Entonces veremos que nuestra tarea es abrir un verdadero ‘estado de excepción’; y que la emergencia en la que vivimos es la norma.»  [5] Benjamin nos enseñó que la historia es un campo de batalla, donde cada generación tiene la responsabilidad de enfrentar las injusticias y buscar la redención de los oprimidos. Su enfoque de la historia nos muestra que cada momento de crisis es también una oportunidad para la acción revolucionaria. No es suficiente con esperar pasivamente que el “progreso” y su violencia arrolladora siga su curso; debemos intervenir activamente, iluminando las posibilidades latentes en el presente. Impulsados a no resignarnos ante la aparente inevitabilidad del orden actual, sino a comprometernos en la construcción de una sociedad más justa y humana. La revolución no es solo posible, sino imprescindible.


[1] Berardi, F. (2003). La fábrica de la infelicidad: Nuevas formas de trabajo y movimiento global. Traficantes de Sueños.

[2] Berardi, F. (2018). Después del futuro. Enclave de Libros.

[3] Lukács, G. (1967). Historia y conciencia de clase: Estudios de dialéctica marxista. Grijalbo.

[4] Traverso, Enzo. Melancolía de izquierda: Marxismo, historia y memoria. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2019.

[5] Benjamin, W. (1999). «Tesis sobre la historia». En: «Iluminaciones: ensayos y reflexiones» (pp. 255-256). Edición de Hannah Arendt. Schocken Books.