Perú en crisis: la difícil búsqueda de su destino

Nicolás Lynch

Los acontecimientos de los últimos meses en el Perú son consecuencia de la aguda crisis política que ha vivido el país en el último quinquenio, cuyos orígenes se remontan a 30 años atrás, con la imposición del modelo neoliberal.

Los sectores enfrentados –la derecha que ha retomado el poder, tras la caída de Pedro Castillo, y un vasto movimiento popular, sin clara dirección política y que siente el poder usurpado por la primera– tienen agendas opuestas.

Mientras que el sector conservador defiende el orden establecido, la sociedad movilizada quiere un cambio que se plasma en el reclamo de una asamblea constituyente. Evitar la proscripción es lo que permitiría una salida democrática.

Las dos sorpresas recientes en la política peruana 

El Perú ha destacado en la arena internacional en años recientes por dos sucesos aparentemente atípicos en su devenir político. El primero fue el triunfo de Pedro Castillo –un maestro rural y sindicalista de izquierda– en las elecciones presidenciales de 2021, quien ganó por un apretado margen para caer casi año y medio después cercado por la derecha, sus propios errores y las acusaciones de corrupción a sus allegados. En este contexto, en una acción que podríamos calificar de «huida hacia adelante», intentó un golpe de estado, a la postre fallido, el 7 de diciembre de 2022. El fracaso de su acción llevó a un contragolpe del Congreso, controlado por la derecha, que cesó al presidente poniéndole bajo arresto, sin tomar en cuenta las reglas del debido proceso. Lo importante para destacar aquí es que el contragolpe ha permitido a esta derecha ganar un espacio político que no había tenido en años recientes y poner en la presidencia a la que había sido hasta entonces la vicepresidenta de Castillo, a Dina Boluarte, previamente capturada por los conservadores al evitar incluirla en las acusaciones que le hacían a Pedro Castillo. 

El segundo suceso se refiere al surgimiento de un movimiento masivo de protesta tras la caída de Castillo, principalmente en las regiones sur andinas del país, donde se siente la usurpación del poder por la derecha que había perdido las últimas elecciones de hace casi dos años. La protesta mantuvo al Perú en vilo por 10 semanas –entre diciembre de 2022 y febrero de 2023– bajo unas demandas básicamente políticas: renuncia de la presidenta Dina Boluarte, adelanto electoral y convocatoria a un referéndum para una asamblea constituyente. La protesta fue enfrentada con un operativo represivo de violencia inusitada por parte del Estado, sumando 60 muertos aproximadamente. Desde el mes de marzo, el movimiento parece haber entrado en una pausa, aunque el Gobierno aún no ha podido recuperar el control del territorio y sus ministros distan de poder desplazarse libremente por el país. 

Ambos hechos, inéditos en el país, son señalados por el Gobierno conservador que ha reemplazado a Castillo como los culpables de la actual crisis política, todavía sin solución a la vista. En este contexto, la pregunta, que tratarán de responder las siguientes líneas es la siguiente: ¿podemos considerar estos hechos como sorpresas que explican la crisis o más bien son síntomas de esta?

Las raíces están en las múltiples crisis 

Es de gran ayuda separar los tiempos en términos de la historia del Perú, porque ello nos puede dar la perspectiva para una observación más certera sobre los acontecimientos inmediatos que explotaron frente a nuestros ojos y han sido brevemente explicados en las primeras líneas. Cabe destacar las vicisitudes del tiempo medio, la contemporaneidad vivida en el período neoliberal de los últimos 30 años y, más concretamente en la historia peruana, a partir del golpe de estado del 5 de abril de 1992, de la mano de Alberto Fujimori, y la aprobación fraudulenta de la Constitución de 1993; además del largo período que nos remonta a la frágil independencia de España en 1821 y al Estado criollo resultante, cuya última reinvención parece resquebrajarse en estos días. 

En esta perspectiva, Pedro Castillo es un elemento importante pero, obviamente, no el origen de la crisis, sino un síntoma. El levantamiento que sucedió a su destitución, por su dimensión y objetivos programáticos, sí ha sido una manifestación de grandes proporciones que ha logrado desafiar al poder neoliberal, al desnudar sus intereses y privilegios como no se había experimentado en la historia reciente. Sin embargo, tampoco ha sido el origen de los problemas. Las dos cuestiones –Castillo y la protesta– marcan el momento político y permiten entrar en la coyuntura mayor de crisis de Régimen y de Estado en el Perú, señalando las graves dificultades de reproducción política de ambos conceptos. 

Si combinamos tiempos, crisis y actores, el resultado es que el Perú ha tenido en cinco años seis presidentes, tres congresos y decenas de ministros a través de diversas crisis de gobierno, lo que muestra que el cambio de personal no soluciona la crisis política. La incapacidad reiterada de gobierno ha causado también un grave deterioro institucional en dos puntos muy precisos: la población ya no cree, masivamente, en la legitimidad de las instituciones para ordenar el proceso político, y tanto instituciones como gobiernos han perdido también la capacidad de persuadir, de construir hegemonía entre los ciudadanos, sobre la bondad de su proyecto político, en este caso, el proyecto neoliberal. El disolvente que desveló esta falta de legitimidad de las instituciones, así como de capacidad hegemónica en instituciones y gobiernos, surgió de un hecho muy concreto: la megacorrupción que se destapó a partir de 2016 con las repercusiones del caso Lavajato1. Este escándalo atravesó a la clase política de derecha a izquierda y profundizó la sensación de impunidad de los políticos, ya que, tras siete años, no hay ninguna sentencia firme por la corrupción que se produjo. 

A las sucesivas crisis de Gobierno se ha agregado la crisis de Régimen, lo que tiene una repercusión aún más profunda en el cuestionamiento social hacia los que detentan el poder del Estado. Es un cuestionamiento hacia la denominada «recaptura del estado» (Durand, 2019), que se produjo con el golpe del 5 de abril de 1992, y que significó que los grandes propietarios, con sus aliados extranjeros, retomaron el control directo del aparato estatal que habían detentado hasta la crisis oligárquica de 19682. El golpe de 1992 canceló casi tres décadas de reformismo político, tanto civil como militar, reinstaurando el Estado criollo en sus características originales de exclusión política. Sin embargo, este control directo no ha sido apreciado por el conjunto de la población en toda su magnitud hasta la reciente crisis política, cuando el Estado ha quedado desnudo por la ausencia de legitimidad y hegemonía, así como por la desembozada represión policial y militar en defensa de los propios intereses llevada a cabo entre diciembre de 2022 y febrero 2023. 

La convergencia de las crisis –de Gobierno, de Régimen y de Estado– configura lo que Antonio Gramsci denomina una «crisis orgánica»; un tipo de crisis que permite observar, como se expresó en la reciente movilización ciudadana, la relación de los problemas inmediatos con los problemas históricos. De ahí que se rechace con tanta contundencia la promesa de nuevas políticas sociales y se señale la necesidad de una nueva Constitución.

La razón estructural: el modelo exportador de materias primas 

Lo sucedido tiene también una base estructural en el tipo de desarrollo capitalista que se ha desarrollado en el Perú. No es casualidad que el grueso del movimiento se haya localizado en la región sur andina, entre Huancavelica y Puno; un espacio geográfico que alberga lo que en los últimos años ha venido en llamarse el «corredor minero», donde están asentados los principales proyectos mineros y también gasíferos del país. Asimismo, es el espacio histórico de asentamiento de buena parte de los pueblos quechua y aymara, los pueblos originarios del Perú. 

La exportación de materias primas al mercado mundial ha sido el principal componente y organizador de la economía peruana durante los últimos siglos –colonia y República incluidos–, definiendo su carácter dependiente. En la última época, la exportación de materias primas ha sido especialmente minera y gasífera, siendo, de hecho, el principal negocio en el Perú. Este tipo de desarrollo capitalista ha generado altas ganancias para un pequeño grupo de empresas –peruanas y extranjeras– en los períodos de auge del boom exportador, que han cubierto la mayor parte de los últimos 30 años de aplicación del modelo neoliberal; sin embargo, han dejado muy poco para la abrumadora mayoría de la población. Se considera que, entre 1990 y 2019, el PIB del país se multiplicó casi por cuatro (BCRP, 2023), gracias en buena parte a las exportaciones mineras y gasíferas; pero, al mismo tiempo, el carácter informal de la economía se mantuvo por encima del 70% entre la población económicamente activa (INEI, 2020).   

Esta informalidad ha sido promovida por una economía de exportación de materias primas que no ha desarrollado encadenamientos productivos ni tampoco empleos y, al mismo tiempo, es vista por la población de los territorios afectados como una economía depredadora de los recursos naturales. Ello ha afectado a las comunidades circundantes de las explotaciones mineras y gasíferas, las cuales viven en una situación de pobreza y extrema pobreza, mientras ven pasar frente a sus ojos y cruzar sus territorios los cargamentos de mineral y los tubos que se llevan el gas de su país. Esta informalidad expresa tanto la aguda sobreexplotación del trabajo en el conjunto de la economía como el racismo del cual esta va acompañada. Y esto sucede en una realidad en la que, según la visión de los que mandan, los otros, que son distintos, no merecen una remuneración adecuada por el trabajo que realizan, llamando a los reclamos por unas mejores salariales «sobrecostos laborales». 

Las furias históricas y la indignación presente 

La protesta ciudadana tiene en su entraña un sentimiento de usurpación de la voluntad popular, esto es, de que los que ahora están gobernando son los que perdieron las elecciones de 2021. Es un sentimiento de agravio el que domina la escena, al que se suma la falta de legitimidad del ejercicio político en su conjunto provocado por los hechos de corrupción. Más allá de las serias deficiencias y graves acusaciones de corrupción del liderazgo de Pedro Castillo, existió y se formó una identidad social hacia su persona por parte de un importante sector de la población: un perfil de maestro rural, provinciano, cholo y pobre, como la mayoría de los peruanos; una similitud que ha tenido unos efectos mucho mayores de los que se quisieron advertir. De ahí que se considere a su sucesora, Dina Boluarte, como alguien que traicionó al maestro por, tal como lo prometió en campaña, no irse con él si este era destituido. 

La protesta de diciembre de 2022 a febrero de 2023 se ha caracterizado tanto por la furia del movimiento como por la feroz respuesta represiva del Gobierno; ambas –furia popular y ferocidad represiva– desconocidas en el Perú de las últimas décadas. Ha sido una protesta mayormente espontánea, con muy poca intervención externa, sin tampoco dirección ni centralización nacionales. Por su parte, la respuesta represiva, ha ido más allá de la respuesta gubernamental, al ser la respuesta de un orden político que ve amenazado su poder. El «estado de emergencia» decretado a los pocos días de iniciada la movilización, con la consiguiente suspensión de los derechos fundamentales, es una metáfora de lo que significa para el poder del Estado esta situación, imposible de gestionar sin la construcción del otro como a un enemigo. Ejemplo de ello es la saña mostrada en la represión: como en el caso de las masacres en Ayacucho, con 10 muertos, y Puno, con 18 muertos, así como de la irrupción en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, demoliendo una parte de su cerco perimétrico, debido a que los estudiantes habían alojado a un grupo de los manifestantes de las zonas andinas que habían llegado a Lima. Estos casos son ejemplos de lo que han sido operativos de castigo, más que de restauración del orden público. 

La retórica también ha sido sorprendente, al señalar que los movilizados estaban dirigidos por terroristas y habían desatado una guerra contra el Perú. Acusaciones de terrorismo, por parte de la derecha política y mediática, que han sido frecuentes en el país en los últimos años, agregándose ahora las fuerza armadas y policiales, contra todo aquel que proteste. Por algo ha surgido el término «terruqueo», refiriéndose a la falsa identificación de la protesta con el terrorismo. Además, pasadas varias semanas de los hechos más luctuosos, algunas investigaciones como las realizadas por la Misión de Solidaridad Internacional y Derechos Humanos (2023), así como el diario The New York Times (16 de marzo de 2023), han refrendado lo que diversas organizaciones nacionales ya habían apuntado: que la violencia por parte de la ciudadanía no fue un patrón recurrente y que no hubo armas letales entre los protestantes, mientras que ocurrió todo lo contrario entre las fuerzas represivas, causantes de la mayoría de las muertes al disparar armas de fuego contra los manifestantes. 

En estas condiciones, el movimiento popular se ha convertido en el principal actor político del Perú y la movilización en la gran institución de la democracia. Una sorpresa para las élites, que siempre lo han controlado (casi) todo en este país. Frente a esta realidad, ha crecido la furia desde arriba; sin embargo, esta furia en sentido opuesto se relaciona con lo mucho que estas élites tienen para perder, no solo en recursos públicos –manejados a discreción por la vía del patrimonialismo reciclado–, sino en privilegios de casta y clase que les vienen por un cordón umbilical de carácter colonial. 

Las agendas de los actores y su supuesta desconexión 

La gran novedad de la situación actual es que el movimiento popular ha desarrollado una agenda propia que no se queda en los reclamos parciales de la reivindicación económica, sino que ha levantado una agenda de poder, que cuestiona el origen de lo sucedido denunciando la usurpación ocurrida. Por ello, plantea unas reivindicaciones claras: la renuncia de la presidenta Dina Boluarte, nuevas elecciones inmediatas y la convocatoria de un referéndum para preguntar a la ciudadanía si quiere una asamblea constituyente para elaborar una nueva Constitución. Y aún es más novedad que estas fueran las consignas que, semana tras semana, se volvieron tendencia en distintas ciudades, regiones y sectores del país, a través de un movimiento, como ya se ha dicho, sin liderazgo nacional ni dirección única. Sin embargo, la respuesta del Gobierno Boluarte fue la negación, señalando que estos reclamos –por desafiar el poder– no les correspondían o, sencillamente, no eran atendibles. En su lugar, la presidenta planteó otra agenda de «política social», destacando su disposición a invertir en infraestructura, programas de educación y salud, así como en ayuda humanitaria. Pero ello fue rechazado en casi todas partes por la población movilizada. 

Esta dificultad de conciliar agendas entre ambas partes, así como la carencia de una dirección en el movimiento popular han llevado a la imposibilidad del diálogo que, con la persistencia de la represión letal por parte del Gobierno, se ha vuelto por el momento imposible de acontecer. Así, las diferentes agendas y el desencuentro consecuente han reiterado una idea antigua que apunta a la existencia de dos Perús, uno moderno y dinámico y otro tradicional y atrasado; quizá una repetición de la «república de los españoles» y la «república de los indios» que se impuso como organización del mundo colonial temprano de fines del siglo xvi. Esta idea de los dos Perús permite que uno de ellos, el moderno, le eche la culpa de los problemas al otro, el tradicional, y las cosas sigan igual que siempre. Sin embargo, esta es una falacia del orden establecido que impide afrontar la cuestión de fondo. No existen dos Perús, sino uno solo, donde una élite se ha dado maña para vivir a costa de los demás. Eso es lo que está en cuestión en estos días y permite diferenciar lo que es un desencuentro por tener agendas distintas, con lo que podría ser una desconexión por vivir en mundos diferentes.

Las propuestas de salida política 

Si algo de bueno, por el momento, ha deparado esta aguda crisis es mostrar las cartas de los diferentes actores de cara a una posible salida política a la situación presente. En este sentido, hay tres visiones para tener en cuenta. Y, aunque es difícil nominar a estos actores como partidos políticos –debido a la aguda crisis de representación actual, más allá de que existan grupos con registro electoral– recurro a la tradicional división de derecha, centro e izquierda. Por un lado, está la derecha y la extrema derecha, que han tomado la iniciativa desde la caída de Castillo; luego el centro, todavía débil en el escenario pero que intenta retomar la capacidad de propuesta que tuvo antes de la pandemia; y, por último, la izquierda, en sus diferentes variantes que, con el Gobierno de Castillo primero y luego con el movimiento de protesta, ha vuelto a tener un protagonismo desconocido desde hacía muchos años. 

La derecha, con un creciente papel de sus sectores más extremos, busca la defensa del modelo económico neoliberal implementado desde principios de la década de 1990 y que plasma la Constitución de 1993. Como alternativa, plantea una mejor aplicación de las políticas sociales, que habrían sido negligidas en los años de auge del modelo en cuestión y que, bien gestionadas –sostienen–, llevarían a una calma social. Paradójicamente, proclaman esta salida con un discurso no sólo descalificador, al llamar terroristas a sus opositores de izquierda, sino violentamente racista, recordando términos que parecían abolidos, tras la quiebra oligárquica de las décadas de 1960 y 19703 del siglo pasado, y misógino, buscando revocar los avances en cuanto a igualdad de género habidos en la última década. Esto se da, además, en paralelo a un operativo represivo que se reitera como la única solución frente al despliegue del movimiento popular. Asimismo, al tener varios registros electorales, partidos legalmente constituidos, más allá de si son o no representativos, no parece tener problemas para contar con una participación electoral. 

En cuanto al centro, quizás sea el sector menos desarrollado políticamente de los tres y el más identificado con intelectuales y tecnócratas , pertenecienes en buena medida a la clase media blanca de las ciudades, que buscan tener influencia sobre la opinión pública. La propuesta de estos sectores es la reforma institucional, que apunta principalmente a la reforma de los partidos políticos y del sistema electoral, para que la ciudadanía recupere la confianza en las instituciones políticas. Su retórica es integradora, aunque no tocan el modelo económico y tan solo plantean reformas parciales a la Constitución vigente. Respecto a sus posibilidades electorales, el registro legal de partidos reconocidos como de centro es débil y estos dependen de que puedan acceder al registro de un tercero o entren a formar parte de una organización partidaria establecida. 

Por su parte, en la izquierda, la reaparición de una propuesta con posibilidades mayoritarias ha sido la novedad en la política peruana de los últimos tres años. No ha sido, sin embargo, por el lado de la izquierda conocida, sino por la vía de un outsider –el que viene de fuera de la política– como ha sido el caso de Pedro Castillo y luego de su caída, por un colectivo que no termina de definir sus contornos, como es el movimiento popular de protesta de los últimos meses descrito antes. Castillo, a pesar de ser un desconocido ganó una elección nacional y aún luego de su golpe fallido y su violenta exclusión, encarnó los anhelos de justicia y reconocimiento de una importante mayoría en un momento dado. El movimiento popular ha significado un desafío al poder dominante, desconocido en estas últimas tres décadas de neoliberalismo, pero también ha permitido mirar más atrás, en las múltiples reencarnaciones que ha tenido ese poder durante la República. Estos hechos son una respuesta de distinto tipo a las de centro y derecha y, por ello, su reclamo de fondo es la convocatoria a un referéndum para preguntar a la ciudadanía si quiere una asamblea constituyente para elaborar una nueva Constitución. 

Por supuesto, el nivel de desarrollo político de cada uno de estos tres sectores es diferente. La derecha defiende lo establecido y, por esa razón, es minoritaria en las encuestas. El centro está casi desaparecido y tiene referentes que opinan, pero no cuenta con un liderazgo ni voceros reconocidos. La izquierda –entendida como la agenda del movimiento y, en especial, la demanda de asamblea constituyente– es mayoritaria, pero sin liderazgo nacional (IEP, 2023). A primera vista, en términos de los horizontes políticos contradictorios y la carencia de liderazgos, la situación se presenta complicada y más todavía si vemos la dinámica cotidiana.

Lo que queda de la coyuntura y el horizonte inmediato 

Actualmente (finales de marzo de 2023), la situación aparece entrampada. Una presidenta que se niega a renunciar, a pesar de las docenas de muertos, un Congreso que considera, pero no aprueba, el adelanto de elecciones, y una retórica en la élite política derechista y los medios de comuncación más acorde con la época de la Guerra Fría, que pretende una guerra contra un «enemigo interno» que habría desatado la convulsión. El movimiento popular, mientras tanto, ha entrado en pausa, con movilizaciones continuas y repudio a congresistas y funcionarios del Gobierno en distintas partes del territoiro, pero sin las grandes movilizaciones de los meses anteriores. Por su parte, la coalición autoritaria parece haber optado por el desgaste de las movilizaciones y resucita sus planes de quedarse hasta la culminación del actual período de gobierno que es en julio de 2026. 

La presidenta Boluarte insiste en el carácter democrático y constitucional de su mandato, y ya no se refiere a transición alguna que lleve a un adelanto electoral. El reclamo constituyente, por otra parte, sigue dueño del discurso opositor, pero aún no se sabe cuál será su futuro en relación con los poderes constituidos. Lo preocupante del momento es el aferramiento a los cargos. No sólo por parte de Boluarte y su Gobierno, o de sus aliados de derecha en el Congreso, sino también de la mayor parte de los parlamentarios que se dicen de izquierda, que ponen todas las dificultades para votar un adelanto electoral. Ello es percibido por la mayoría de la población como una dinámica conocida entre la clase política en las últimas décadas, que pone por delante sus intereses y privilegios de corto plazo a sus deberes de representación política, sobre todo cuando el repudio a la presidenta es masivo y al Congreso todavía más. 

¿Qué queda de estos meses de movilización? Una enorme experiencia de organización desde abajo, como un pueblo que reclama para si el país en el que habita, en claro rechazo al saqueo, la sobreexplotación y el racismo, especialmente acentuados en las últimas décadas. Todo ello con un componente de afirmación y construcción de identidad de las poblaciones andinas y amazónicas, en especial de los pueblos originarios quechuas y aymaras. Estos elementos le dan una consistencia a la movilización popular que no había existido antes, e incluyen nuevas características en la agenda política nacional. Ello refuerza los desafíos que establece la movilización, frente al modelo elitista y excluyente que ha venido manejando al Perú, los cuales ya no se podrán soslayar tan fácilmente.   

En lo inmediato, lo más preocupante es la tendencia creciente que se observa de parte de la coalición autoritaria para cambiar a las actuales autoridades electorales y proscribir en el futuro cercano a los partidos progresistas. Sobre lo primero, ya hay proyectos de ley en el Congreso y, sobre lo segundo, se está avanzando en quitar la inmunidad parlamentaria a algunos congresistas que son acusados de ayudar en la tentativa de golpe de Pedro Castillo, sin que hayan evidencias al respecto. 

De consumarse estos movimientos, se estarían dando pasos sustantivos en el cierre del espacio público y en el tránsito de un Gobierno autoritario como el actual a una dictadura abierta. Ojalá que la energía que todavía queda en la sociedad movilizada impida que se consumen estas arbitrariedades y se mantenga la posibilidad de un adelanto electoral y una salida democrática a la crisis. 

Referencias bibliográficas:

BCRP-Banco Central de Reserva del Perú. «Estadísticas» (en línea)

https://estadisticas.bcrp.gob.pe/estadisticas/series/anuales/resultados/PM05000AA/html [Fecha de consulta: 20.03.2023] 

Durand, Francisco. La captura del Estado en América Latina. Reflexiones teóricas. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2019. 

IEP-Instituto de Estudios Peruanos. «Informe de Opinión, enero». «Informe de Opinión, febrero» (2023).           

INEI-Instituto Nacional de Estadística e Informática. «Producción y empleo informal em el Perú» (2020) 

Misión de Solidaridad Internacional y Derechos Humanos. «Informe Preliminar. Perú» (2023). 

Mc Donald, Brent; Tiefenthäler, Ainara y Surdan, James. «How Perú used letal force to crack down on anti-government protests». The New York Times (16 de marzo de 2023).


Nicolás Lynch, profesor principal de Sociología, Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima, Perú)

Publicación original en: https://doi.org/10.24241/NotesInt.2023/287/es

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  1. El caso Lavajato, que se inició en Brasil durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores, es un esquema de sobornos de un conjunto de grandes empresas constructoras de ese país, encabezadas por Odebrecht, a funcionarios públicos, principalmente latinoamericanos, con poder de decisión sobre las obras que dichas constructoras realizaban.
  2. El 3 de octubre de 1968 se produjo un golpe militar antioligárquico encabezado por el general Juan Velasco, una crisis política que significó el final de la vieja oligarquía.
  3. El proceso militar reformista (1968-1975) llevó adelante reformas sociales muy significativas, entre las que destacó la Reforma Agraria, que repartió diez millones de hectáreas entre 400.000 familias campesinas y reconoció legalmente las lenguas de las poblaciones originarias, el quechua y el aymara.