Una Nueva Constitución para una República Falsificada

Fiorela Inés Cáceres Silva

El establecimiento de un Estado moderno, republicano y democrático en este espacio geográfico andino ha sido –por decir lo menos–  una falsa victoria de la colonización ideológica occidental, materializada en la imposición de un régimen político y jurídico que invisibilizó la humanidad de los indios durante toda la historia de su república y que carece de mitos y relatos que pudiesen encontrar alguna significación o relevancia en la andinidad. Así, este Estado, del que gran parte de sus ciudadanos sospecha, ha tratado de fraguar la existencia de una ideología unívoca divulgando la idea de una nación cada vez más distorsionada y falsa.

Esta república falsificada, que ha necesitado refundarse constitucionalmente doce veces desde su independencia, siempre ha sustentado su  legitimidad en la violencia armada e ideológica, hecho que, como contrapartida, ha debilitado constante y progresivamente la pretendida estabilidad democrática. Aquel Estado que nació, creció y se desarrolló entre derrotas militares por invasiones foráneas, golpes militares, crisis económicas galopantes y dictaduras, aceleró su propia descomposición con la ratificación fraudulenta de la Constitución de 1993, una constitución que institucionalizó la crisis y ratificó su permanencia indefinida en el tiempo. De esta forma, podemos enumerar seis presidentes y tres congresos en seis años, además de más de un centenar de ministros en un gobierno de menos de un año y medio, congresistas cada vez más anodinos, cómplices en un clima permanente de desgobierno e injusticia y, como resultado ello, centenas de ciudadanos muertos y miles de heridos por alzar su voz en contra de un sistema político disfuncional, deslegitimado y corrupto. Esta caótica situación pone al descubierto los principales síntomas del inminente fracaso de la Constitución fujimorista y de la imperiosa necesidad de una nueva constitución.

En el Perú, hemos tratado nuestros problemas como si nos encontrásemos en una especie de isla inmune del contexto internacional. Para comprender la complejidad de esta crisis, necesitamos entender primero que estamos siendo testigos de una serie de fenómenos que han trastocado por completo los fundamentos del capitalismo posindustrial. La que hoy llamamos convulsión social, no es más que la ratificación del fin del llamado neoliberalismo, no se trata más que de la agonía del Estado moderno y, con él, la democracia occidental.

Nuestro país no es inmune a esta caótica realidad, aquí también están cambiando los centros de poder, pues ya hace varios años, los manipuladores del ícono del poder neoliberal –que en nuestro país llamamos fujimoristas– han perdido cualquier autoridad moral o credibilidad, replegándose a protegerse detrás de las armas de servidores de las fuerzas del orden corrompidas y embrutecidas por la miseria, el narcotráfico y la inmundicia.

Nos encontramos al centro de la tormenta que un gran vacío de poder implica, aquel que Pedro Castillo y el partido que lo llevó al gobierno desperdiciaron. Pese a ello, se logran identificar demandas y propuestas comunes al interior de las movilizaciones sociales. Entre ellas, la necesidad de la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Se exige en las calles un proceso constituyente para retornarle al pueblo su poder de refundar este país. Un proceso constituyente para que los indios, los cholos, los negros, las mujeres y otros grupos históricamente marginados podamos por fin participar de la discusión más relevante en la comunidad, aquella discusión que nos podría alejar de las sombras de una ciudadanía de segunda clase, diseñada a la medida de lo masculino, lo blanco y lo burgués, condiciones que en el Perú son infinitamente minoritarias e idealizadas.

La esperanza de refundar el Estado a través de un proceso constituyente amplio y plural, se ve gravemente amenazada. No solamente por la derecha neoliberal, sino también porque durante los casi 30 años de vigencia de la Constitución del 93, la autodenominada izquierda nunca se preocupó por consolidarse como una fuerza política lo suficientemente poderosa como para instaurar un nuevo régimen que devenga en una nueva constitución. La izquierda peruana se refugió en la propuesta constituyente y buscó en ella una especie de salvoconducto que la lleve, mágica y gratuitamente, hasta el poder. Repitieron tantas veces que era necesario cambiar la constitución para devolverle el poder al pueblo, que terminaron creyendo que la sola proclama era suficiente. Se olvidó que la redacción de una constitución es, probablemente, el último acto político formal de un poder hegemónico, que una nueva constitución es un acto de declaración y reafirmación del poder y no de creación de este. Tampoco se ha trabajado hasta ahora, ni siquiera a nivel de las ideas, en una propuesta seria y alternativa para reemplazar las estructuras de poder del Estado neoliberal que impuso la Constitución fujimorista. Por el contrario, partidos políticos de izquierda, sindicatos y gremios vinculados a ella, han banalizado la propuesta constituyente al incluirla en programas electorales y de acción política como una especie de cascarón sin contenido ni estrategia para materializarse, olvidando todo convenientemente al momento de negociar cuotas de poder.

Sin lugar a duda, nos encontramos en el seno de un momento constituyente y, por lo tanto, es imperioso reforzar el argumento sobre la génesis de la crisis política más duradera de este siglo: la precariedad del diseño institucional y de la fórmula política y económica de la Constitución de 1993. Además de recordar y ejercer el deber de pensar y re-pensar, desde la estrategia política, acciones coordinadas para procurar que el proceso constituyente se lleve a cabo con el poder y legitimación de las reformas necesarias para salir de la crisis permanente que la Constitución del 93 estableció como statu quo.

Venimos siendo testigos de cómo se ha ido transformando el discurso de los defensores de este nefasto régimen: en las décadas de los 80 y 90 del siglo XX, proclamaban como héroes a los integrantes de las rondas campesinas, por su lucha frontal contra el terrorismo político. Hoy, que dichos compatriotas ejercen su ciudadanía como sus pares, protestando en contra de un orden constitucional que ha institucionalizado la impunidad, la desigualdad y la injusticia, se han convertido en el némesis del Estado peruano y, en consecuencia, son perseguidos y criminalizados por las fuerzas del orden. Más de sesenta muertes, miles de heridos y casi una decena de presos políticos, son la señal de una derrota política que probablemente este régimen constitucional no sea capaz de resistir. Estas bicentenarias luchas y resistencias aún continúan de pie frente a las estructuras de un poder fáctico e institucional sumamente violento, radicalizado y militarizado que, desnudado en su intimidad, ha demostrado que siempre fue racista, siempre clasista y que a este capitalismo en decadencia nunca lo sostuvo una burguesía, sino más bien, una clase servil a un cúmulo de delincuentes que está en nuestro poder juzgar.


Miguel Gutiérrez Chero (Fotografía)

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