De cínicos e ingenuos

Hegemonía y comunicación en el capitalismo digital

Jorge Millones

En 1964, dos pensadores plantaron banderas opuestas sobre la tecnología: el profesor canadiense Marshall McLuhan, con una postura optimista veía en los medios y la tecnología extensiones mágicas del ser propio humano, y Herbert Marcuse, filósofo alemán exiliado en Estados Unidos, con una visión crítica que olía el truco capitalista en cada circuito y engranaje del avance tecnológico. Mientras McLuhan hablaba de una «aldea global» donde todos seríamos lindos vecinos digitales, Marcuse respondía que esa aldea tenía dueños y nos cobrarían alquileres y peajes tremendamente caros.

McLuhan celebraba la llegada de una humanidad interconectada, como si los cables y las ondas de radio fueran la solución definitiva a nuestras penurias. Su famoso lema, «el medio es el mensaje», parecía decirnos que importaba más el canal que el contenido. Claro, fácil de decir cuando ignoras quién controla las antenas. Para Marcuse, en cambio, la tecnología no era un terreno neutral. Más bien, era una herramienta de opresión bien afinada, diseñada para mantenernos unidimensionales, ocupados consumiendo y aplaudiendo series mientras el capitalismo afilaba sus colmillos.

Un viejo debate, pero no obsoleto

Marcuse veía la tecnología moderna como una prolongación de la racionalidad instrumental: eficiente, sí, pero solo para perpetuar el statu quo. Es decir, somos eficientes engranajes de una maquinaria que nunca cuestionamos. Una lógica que no pregunta, que no interrumpe, que avanza con el automatismo de un reloj suizo. Porque, claro, si algo funciona, ¿para qué cambiarlo? Mientras tanto, McLuhan hablaba de «aldeas globales» como si Internet estuviera a punto de darnos abrazos gratis, ignorando que esa aldea tiene sheriff, guardias y un precio por acceso a la plaza principal. Una metáfora con tintes de utopía que, en retrospectiva, parece más una broma amarga: la aldea global vino con algoritmos, no con abrazos.

Más tarde, se sumaría a esta discusión Giovanni Sartori, quien en su obra Homo Videns (1997) advirtió sobre un cambio aún más radical: la transición del homo sapiens al homo videns. Sartori nos muestra cómo la preeminencia de la imagen sobre la palabra escrita no solo transforma el modo en que consumimos información, sino que también empobrece nuestra capacidad crítica y racional. En esta «civilización audiovisual», la tecnología se convierte en un arma de doble filo: si bien democratiza el acceso al conocimiento, también facilita la manipulación y la superficialidad. Es decir, no todo lo que brilla es oro, y no toda pantalla ilumina.

En pleno siglo XXI, las profecías de McLuhan, Marcuse y Sartori convergen en un mundo gobernado por algoritmos, redes sociales y economías basadas en datos. ¿La tecnología nos libera o nos esclaviza? En esta tierra de espejos negros, donde cada clic tiene un costo y cada interacción está registrada, la pregunta parece casi retórica. Este texto explora cómo las promesas de emancipación de la era digital esconden nuevas formas de subordinación y alienación. Porque, al final, la tecnología no tiene moral; somos nosotros quienes decidimos si seguimos siendo peones o si, alguna vez, cuestionamos al tablero.

Marcuse identificó en la tecnología un instrumento de control que perpetúa las relaciones de dominación propias del capitalismo. En El hombre unidimensional (1964), argumentó que la racionalidad tecnológica, al estar subordinada a los intereses del capital, no es neutral, sino profundamente ideológica. La tecnología, bajo este sistema, se convierte en un mecanismo de alienación que no solo explota a los trabajadores, sino que también modela sus deseos y necesidades. ¿Cómo se manifiesta esto en la actualidad? El algoritmo es un claro ejemplo: su capacidad para predecir comportamientos de consumo y moldear decisiones se presenta como eficiente y objetiva, cuando en realidad responde a los intereses de corporaciones tecnológicas que maximizan beneficios.

La alienación que Marcuse describió se profundiza en el presente a través de la economía de datos. Los usuarios, atrapados en burbujas algorítmicas, son separados no solo del proceso productivo, sino también de una comprensión crítica de sus propios deseos. En este sentido, el capitalismo digital ha perfeccionado lo que Marcuse denominó «control represivo», al presentar los dispositivos y plataformas digitales como herramientas de libertad mientras capturan la subjetividad del individuo dentro de un marco de consumo constante.

McLuhan, en contraposición, consideraba que los medios tecnológicos redefinen las estructuras sociales de manera inevitable. Su concepto de «aldea global», introducido en Comprender los medios de comunicación (1964), sostenía que los medios electrónicos acortan distancias y crean un espacio de interconexión. Si bien McLuhan no ignoraba las consecuencias negativas de estos cambios, su enfoque subrayó el potencial transformador de los medios en la configuración de una nueva sensibilidad colectiva.

Sin embargo, al contrastar esta visión con la realidad del capitalismo digital, la «aldea global» parece haberse convertido en una fábrica global. Las conexiones digitales, lejos de fomentar un sentido comunitario, se han instrumentalizado para optimizar la explotación laboral y la acumulación de capital. Las plataformas como Amazon y Uber ejemplifican cómo las estructuras tecnológicas facilitan la precarización del trabajo bajo el disfraz de la flexibilidad y la interconexión global.

Tecnología y Capitalismo Digital: Aparato Ideológico y Lógica del Consumo

Tanto Marcuse como McLuhan ofrecen claves para entender cómo la tecnología actúa como un aparato ideológico. Al respecto, Antonio Gramsci aporta una perspectiva fundamental: la tecnología no es solo una herramienta, sino también un terreno de lucha hegemónica. Las plataformas digitales, al monopolizar la producción y distribución de información, configuran las narrativas sociales y culturales, consolidando su papel como vectores de dominación ideológica.

La «mística del progreso», denunciada por Adorno y Horkheimer, encuentra su máxima expresión en la economía de la vigilancia descrita por Shoshana Zuboff. La promesa de un futuro mejor a través de la tecnología se convierte en una justificación para el extractivismo de datos y la mercantilización de la vida cotidiana. En este contexto, las grandes corporaciones tecnológicas asumen un rol casi mesiánico, ofreciendo soluciones tecnológicas a problemas que ellas mismas han contribuido a generar.

Un aspecto crucial en el análisis contemporáneo es la capacidad del capitalismo digital para colonizar no solo el espacio económico, sino también el cultural. Pierre Bourdieu y su concepto de «distinción» son fundamentales para comprender cómo el consumo tecnológico se convierte en un marcador de estatus. Los dispositivos de última generación no son solo herramientas, sino también objetos simbólicos que refuerzan las jerarquías sociales.

Hoy, el solucionismo tecnológico sigue prometiendo apps para todo: desde encontrar pareja hasta medir tu felicidad con emojis. Pero como decía Peter Sloterdijk, estamos ante una «razón cínica». Sabemos que estas soluciones perpetúan el control y las desigualdades, pero igual hacemos fila para el próximo iPhone. El neoliberalismo, maestro del cinismo, ha logrado que aceptemos estas contradicciones como inevitables.

La tecnología, según Zuboff, no solo observa, sino que interviene. En la era del capitalismo de vigilancia, no es que las cámaras de seguridad estén ahí para protegernos: están para vendernos. Y mientras McLuhan nos decía que la televisión nos uniría, Marcuse sigue teniendo razón: el medio no es neutral, y detrás de cada pantalla hay alguien moldeando nuestras subjetividades.Siguiendo al gran Antonio Gramsci, los medios digitales funcionan como aparatos ideológicos del Estado (Althusser) que moldean el «sentido común» de las masas, perpetuando la lógica capitalista bajo la apariencia de libertad y pluralidad. Sin embargo, la realidad es una colonización del espacio público por corporaciones como Meta, Alphabet y ByteDance, que actúan como agentes de la acumulación capitalista, mediando no solo el acceso a la información, sino la construcción misma de la realidad. Esto conecta con la crítica de Herbert Marcuse a la «tolerancia represiva», donde la libertad de expresión en realidad opera para neutralizar discursos subversivos y reproducir la estructura de poder.

Aún más alarmante es el papel de la tecnología en la lumpenización de la cultura. La glorificación del consumismo ostentoso, desde dispositivos de lujo hasta productos culturales que exaltan el crimen y la cosificación, refuerza una narrativa de alienación y desvío. Este fenómeno no solo reproduce desigualdades, sino que también banaliza los contenidos artísticos y culturales, transformándolos en meros productos desechables.

Hacia una contrahegemonía digital

La comunicación no es un mero intercambio de información; es un campo de batalla donde se disputa la hegemonía cultural en la era digital. Como diría Marcuse adaptado al siglo XXI, «la tecnología que podría liberar a la humanidad se ha convertido en la herramienta última de su opresión». Rescatar el potencial emancipador de la comunicación implica desmantelar las estructuras capitalistas que la han instrumentalizado y reimaginarla como un espacio de resistencia, creación colectiva y democratización real.

Ante este panorama, las estrategias de resistencia deben articularse en el plano cultural y político. Gramsci nos recuerda que la hegemonía se construye y se combate en el terreno de la cultura. Iniciativas como el software libre, la educación crítica en tecnología y la creación de espacios comunitarios digitales representan alternativas concretas para cuestionar la dominación tecnológica. Así mismo, Evgeny Morozov, aboga por una «desaceleración tecnológica» que permita recuperar el control sobre nuestras decisiones. En lugar de aceptar pasivamente cada nueva innovación, debemos plantearnos qué tecnología es realmente necesaria y cómo puede servir a intereses colectivos en lugar de corporativos.

En este contexto, la resistencia debe plantearse desde una contrahegemonía digital que recupere la capacidad crítica de los sujetos y rearticule un horizonte emancipador. La crítica gramsciana nos invita a construir narrativas alternativas desde los márgenes, cuestionando tanto las herramientas como los contenidos que sustentan el poder. En este sentido, autores como Jodi Dean (Crowds and Party) y Christian Fuchs (Digital Labour and Karl Marx) abogan por formas de organización colectiva que utilicen la tecnología no como fin, sino como medio para subvertir las relaciones de explotación.

La tecnología, como cualquier fenómeno humano, está impregnada de tensiones ideológicas. Si bien McLuhan y Marcuse ofrecen perspectivas contrastantes, ambas son esenciales para comprender el impacto de las tecnologías en nuestras vidas. El optimismo de McLuhan respecto a la «aldea global» debe ser equilibrado con la crítica de Marcuse hacia la racionalidad instrumental. Solo así podremos vislumbrar estrategias de resistencia frente a un capitalismo digital que amenaza con reducirnos a meros datos en una vasta máquina de explotación.

Como alertaba Walter Benjamin, en cada crisis yace una oportunidad. La tarea, entonces, es reclamar la tecnología como un espacio de emancipación en lugar de dominación. Este es el desafío de nuestra era, y también su esperanza.


Referencias

  1. Adorno, T. W., & Horkheimer, M. (2002). Dialectic of Enlightenment. Stanford University Press.
  2. Gramsci, A. (1971). Selections from the Prison Notebooks. International Publishers.
  3. Marcuse, H. (1964). One-Dimensional Man: Studies in the Ideology of Advanced Industrial Society. Beacon Press.
  4. McLuhan, M. (1964). Understanding Media: The Extensions of Man. McGraw-Hill.
  5. Sartori, G. (1997). Homo Videns: La Sociedad Teledirigida. Taurus.
  6. Zuboff, S. (2018). The Age of Surveillance Capitalism: The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power. PublicAffairs.
  7. Morozov, E. (2011). The Net Delusion: The Dark Side of Internet Freedom. PublicAffairs.
  8. Pariser, E. (2011). The Filter Bubble: What the Internet Is Hiding from You. Penguin Press.
  9. Sloterdijk, P. (1988). Critique of Cynical Reason. University of Minnesota Press