Blanca Edith Popolizio VIllarino
Mi padre, loretano de ascendencia italiana, trabajó en Quincemil, Cusco, donde nací; mi madre, de Chachapoyas. Con cinco años regresamos a la selva. Otras familias italianas vivían ahí, yo sentía orgullo de mi apellido.
De pequeña me sorprendió ver en el puerto a un cargador “caucholomo” de color negro; en la escuela tuve una compañera negrita, de padres brasileños; y en secundaria, el único compañero negro era hijo del compadre de mi papá. Era común oír que los apellidos nativos como Supingahua o Taricuarima “desmejoraban la raza”.
Como adulta rechacé la idea de unir mi apellido a uno nativo o de tez negra. En la universidad al saber mi procedencia me tildaban de “charapa”, y yo siempre respondía “soy serrana, cusqueña”. Como trabajadora social laborando con pobladores afectados por el terremoto en Ancash, vi que huaracinos despreciaban a los campesinos diciendo “no son decentes, sino indios”, “sus chozas no tienen valor”, entonces “no merecen ayuda”.
Comprendí nuestra realidad social en el transcurso de mi vida. Mis lecturas de López Albujar, Arguedas y Vallejo han contribuido a valorar nuestra multiculturalidad. Nunca más menosprecié a personas de diferente origen étnico, reconociendo que todos somos mestizos. Me siento avergonzada de haber sido racista.