Ariadna Marina Villavicencio Gamarra
Hasta donde tengo memoria, siempre he sido una “guambra”. Mi abuela me llamaba así y mi tío abuelo, junto a mi papá, también. Lo que nunca supe fue que ser “guambra” en la capital significaba que pudieran llamarte “indígena” o “serrana”.
Yo jamás comprendí cómo esas personas que veía todos mis veranos y me invitaban a sus Pachamancas y reuniones familiares pudieran ser simplemente marginalizadas como “serranas”, aquellas almas que abrían sus puertas para que pudieras acordarte de sus historias, aquellos peruanos que simplemente por haber nacido a -tal vez- más de 1 000 metros sobre el nivel del mar tuvieran que ser discriminados como “serranos”.
–Pero, eso somos –escuché decir un día a mi padre. En un primer instante, me sorprendí: ¿Cómo él, persona originaria de Ancash, podía decir algo como eso? –Somos serranos porque nacimos en la sierra. –Pero, fue ahí cuando comprendí.
Y es que el término “serrano” en los últimos años lo hemos empleado de forma que suene discriminante y no elegante, de forma que suene hiriente y no halagante, de forma que cada que uno diga “eres un serrano” pensemos en algo vulgar y no quiénes somos realmente: personas originarias de la sierra del Perú.