Sophia Lizzeth Mejía Poclin
200 años y la humillación por ser de la selva no ha cambiado. Fui y seré cholo, pero cuando llegué a Lima de provincia, en el colegio me excluían por mis facciones y color de piel, cuando todos los días las palabras hirientes me recordaban que mis diversas raíces no encajaban aquí. Me sentía incomprendido.
Recuerdo cuando me dejaban de lado en el recreo; temía ante mis compañeros cuando me pegaban y sobre todo a la corta justicia y visibilidad que me daba el maestro. No dejaba que vieran la herida del racismo, pero mis puños delatores estaban más furiosos. A pesar de no poder entender aquel sentimiento de odio que hacía pensar a la gente que yo era un delincuente, aprendí a defenderme y hacerme respetar.
60 años después, en lugar de ser esclavo de las palabras, me eduqué y eduqué a mis hijas para que pudieran hablar sobre sus orígenes con orgullo. Sé que no soy el único que sintió vergüenza por ser cholo, me reconozco como uno sin dudar, pero la discriminación interiorizada que ejercí hacia mi raza y a mí mismo no la puedo olvidar, pues la realidad peruana es prejuiciosa y no la puedes negar.