En nombre de los derechos humanos

Alana Viera

Yuyanapaq. Para recordar.

En los días recientes, es mucho lo que se ha dicho en nombre del informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR). Se levantaron las mesas de discusión académica entre expertos en el “conflicto armado interno”, en justicia transicional, en democracia y ciudadanía. Estas mesas incluyeron a comisionados de la mismísima CVR entre otras grandes figuras de la industria que cada tanto se reúnen entre ellos/as/es para hacer reflexiones actualizadas del sistema de verdad que se instauró hace veinte años cuando este documento vio la luz.

Estos breves escenarios que se montan cada tanto forman parte de los esfuerzos que se hacen para mantener vigente el relato gubernamental “democrático e inclusivo” de lo que fue nuestra gran época del terror. Si lo decimos con Foucault, el saber produce y mantiene poder y el poder produce saber, se trata de una relación dialéctica. No hay relaciones de poder que no utilicen el saber, ni saber experto al margen de la pugna por el poder. Pero, eso no es todo: en un estado que se rige necrobiopolíticamente, en el cual la muestra más acaba de soberanía es la capacidad de hacer morir ¿A quiénes sirve esta verdad sobre el conflicto? ¿Por qué intentar instaurar un relato gubernamental “democrático e inclusivo” en un país en el cual las instituciones de la democracia solo sirven para sostener el poder en un grupo de matones, llámense empresarios, políticos o narcos (o todo junto)?

Desde el Perú profundo, se conecta el Defensor del Pueblo con una radio nacional[1] para dialogar sobre el balance que la Defensoría ha realizado a 20 años de las recomendaciones de la Comisión. El diálogo que se entrecorta constantemente debido a la calidad de la señal telefónica que Josué Gutiérrez alcanza en Ayacucho, nos devela lo que podría resultar obvio: los números están en rojo y la estadística nos dice abrumadoramente que la justicia y la reparación siguen siendo inaccesibles para los mismos de siempre.

La Defensoría que albergó los cientos de archivos que guardan los nombres y las historias de quiénes parte del país asume como las víctimas del conflicto, es la misma que hoy tanto como hace 20 años, nos reporta que no ha logrado defender a nadie (que sea del pueblo). Los resultados de las tareas de identificación de familiares de víctimas, de reparaciones privadas y colectivas; de registro de desaparecidos y de denuncias que devinieron del informe de la Comisión que han sido atendidas y que cuentan con sentencia favorable siguen siendo minoritarias. Podría decirse que insuficientes.

¿Qué sería suficiente? Asumida la verdad —una que personas con la autoridad performativa para declararla han reportado y documentado— la respuesta natural a esta pregunta sería que las víctimas puedan obtener justicia y reparación. Pero, me gustaría poner en duda la naturalización de esa verdad como única e inamovible y también el fin supremo de la justicia detrás del informe de la CVR, no para cuestionar la ética individual de los firmantes del informe, pero sí la de la industria de los derechos humanos[2] en Latinoamérica. Porque una lógica reduccionista podría llevarnos a pensar al respecto desde la excentricidad del caso peruano, pero es preciso advertir que no hay tal cosa como excentricidad u originalidad en este proceso, es el caso de Perú, pero también el de Chile, el de México y tantos otros países que en nombre de la paz y la democracia sellaron con sangre su paso al necroliberalismo.

Si revisamos la historia de las “transiciones democráticas” no solo en Perú, sino en diferentes puntos de Latinoamérica, podemos convenir que en los lugares donde esta transición fue exitosa, lo que pasó no fue precisamente, la consecución de estados más democráticos, cuanto sí, más dóciles en sus relaciones económicas e ideológicas con el norte global. Es imprescindible explicitar desde qué perspectiva se plantea este análisis y dada la naturaleza del tema que nos convoca, tenemos que pensar el poder[3], pero para pensar cómo este crea subjetividades dóciles al sostenimiento del sistema de cosas que nos hace más posible imaginarnos el fin del mundo que el fin del capitalismo financiero y colonial en el cual casi ya nadie respira porque todos los reportes siguen arrojándonos los números en rojo, algo así como un hilo rojo sangre.

Rastrear los caminos de ese hilo de sangre nos llevaría a preguntarnos ¿Qué pasó con quiénes aceptaron la categoría política de víctima para poder parir este informe? ¿Qué pasó con los cuerpos asesinados y los tejidos sociales hechos ceniza? ¿Fueron restituidos? ¿Hay posibilidad de restitución? Ariadna Estévez ha planteado un análisis sobre la administración burocrática del sufrimiento que se ajusta muy bien a la narrativa de derechos humanos que opera en nuestro país. Las víctimas del conflicto armado no nacieron como tales, devinieron en víctimas gracias a un Estado (apoyado en instituciones académicas y no gubernamentales) que las nombra y las reconoce/violenta como tales. A través de procesos judiciales eternos que, en el mejor de los casos terminarán con una sentencia favorable mientras estén con vida, procesos que no solo se llevaron las vidas de sus familiares, sino que también las suyas. ¿Qué sería una sentencia favorable? Las víctimas han sido sometidas a la insufrible espera/olvido. Se convirtieron en la cifra de un informe que entre sumas y restas arrojó una verdad institucional y voces autorizadas para nombrarla.

Sin embargo, como actualmente son cada vez más bocas las que alimenta la industria de los derechos humanos, el negocio no puede parar. ¿Cómo se organiza este negocio? Precariza a los más vulnerables, exige títulos académicos en instituciones que distribuyen verdades oficiales y desarticula cualquier posibilidad de revuelta social. Cada día importa menos ocultarlo y los ejemplos abundan dentro de la burocracia estatal y en las diferentes organizaciones sin fines de lucro que emplean a una serie de expertos para sostener una cuota de poder que se pone los harapos de la resistencia, que les presta sus micrófonos a cambio de mostrarles el camino de las buenas formas y la búsqueda de la justicia en instituciones que lo último que hacen es administrar justicia.

La historia se ha reescrito de múltiples formas, en diferentes momentos y escribirla —ser un sujeto con posibilidad de enunciarla— sigue siendo un proceso en pugna. Sigue habiendo quienes están autorizados a teorizarla, otros a archivarla y otros solo a sufrirla. ¿Quién ajustó este orden de cosas?, ¿y cómo así es que a eso le llamamos justicia? Y si eso es la justicia ¿Cómo así es que aprendimos a desearla? Como en el desarrollo de todo concepto filosófico-teórico hay diferentes formas de pensar la justicia[4], más allá de todas las formas en las que hemos podido o no pensarla, tenemos a la mano sus aplicaciones y entre muchas otras, esta ha servido como ideal de progreso, pero también de lucha revolucionaria. ¿En qué han devenido los ideales de justicia? Probablemente, no haya tal cosa como una anulación absoluta del agenciamiento político, tanto como sí, la producción y reproducción de sujetos políticos funcionales al sistema capitalista a la norteamericana, porque en la inclusión a través de un Estado bajo la dictadura de grupos de poder internos que solo funcionan como peones de los intereses estadounidenses en nuestros territorios, seguirá siendo la sangre de los subalternos la que siga corriendo.



[1] El defensor del Pueblo presentará balance a 20 años del informe de la CVR: https://www.youtube.com/watch?v=mSjWL7pBy20

[2] Los derechos humanos como administración del sufrimiento: el caso del derecho al asilo (2019), por Ariadna Estévez López.

[3] Sobre mis análisis anteriores respecto al poder recomiendo revisar: Perutopía: la narrativa del poder en el contexto de las protestas contra la dictadura, publicado en la Revista Nueva Hegemonía. https://nuevahegemonia.centropatria.pe/public/articulo/270

[4] Recomiendo ver: Debate Chomsky Foucault | La Naturaleza Humana | Justicia versus poder. https://www.youtube.com/watch?v=GazE5vFuFMs

Alana Viera
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