Nuestro Sur en el claroscuro

Nuria Jazmín Pazos*

El largo interludio norteamericano -ese período de tres décadas y media en el que Nuestra América dejó de estar en el centro de la mira estratégica de Washington- ha llegado definitivamente a su fin. Ese impasse, que nos dio cierto oxígeno para ensayar distintos proyectos de integración regional durante la “ola rosa”, comenzó a agotarse lentamente a partir de la segunda gestión de Barak Obama, cuando Estados Unidos inició un proceso de recentramiento hemisférico.

Hoy el hegemón en declive ya no se atreve a incursiones de proyección de poder tan osadas como las que supo liderar desde la primera guerra del Golfo en Asia Occidental. En cambio, ahora redirige su foco militar, diplomático y económico hacia América Latina y el Caribe, reeditando en clave contemporánea su harto conocida Doctrina Monroe. Se trata de un repliegue agresivo, de una vuelta sobre “el patio trasero”, en medio de un escenario que oscila entre la transición y el interregno.

La idea de transición hegemónica, que deriva de la teoría de estabilidad hegemónica -legitimadora de la pax americana-, supone que el orden internacional necesita una potencia dominante capaz de proveer bienes públicos globales: seguridad, estabilidad monetaria, reglas comerciales. En ese marco, la estabilidad se concibe como resultado de una sucesión ordenada de hegemonías. Por el contrario, la noción de interregno sugiere un vacío, un intervalo entre hegemonías, cuando ningún actor logra ejercer un liderazgo global efectivo. Es decir, no hay potencia con la suficiente concentración de poder como para imponer reglas, articular consensos ni garantizar estabilidad estructural. En la geopolítica contemporánea, esta idea se inspira en aquella célebre frase de Gramsci: “El viejo mundo está muriendo. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.

Muchos análisis sostienen que estamos frente a un proceso de transición hegemónica, dando por sentado un ascenso chino indiscutible e irrefrenable, pero a la vez admitiendo la posibilidad de un nuevo mundo multipolar. Pocos advierten, sin embargo, que dicho mundo podría permanecer largo tiempo fragmentado e inestable, derivando hacia un interregno prolongado: multipolar, sí, pero también policéntrico y sin un centro de gravedad capaz de ordenar el tablero.

En este nuevo escenario se intensifican los conflictos regionales, la competencia por los recursos estratégicos y la crisis de las instituciones multilaterales. En lugar de una transición relativamente ordenada -como la que se dio del Reino Unido a Estados Unidos- hoy presenciamos una transición caótica, descentrada y de múltiples velocidades. Vale agregar que aquella transición previa no implicó un cambio civilizacional profundo, mientras que la actual parece arrastrar una mutación más honda: el desplazamiento del eje de poder de Occidente hacia Oriente, con sus respectivas transformaciones culturales, tecnológicas y epistémicas.

Estados Unidos enfrenta crecientes restricciones para ejercer un liderazgo global efectivo, y en su intento por conservar influencia erosiona incluso los foros e instituciones multilaterales que él mismo creó. Pero ninguna otra potencia logra reemplazarlo plenamente. China es una candidata fuerte, sin duda. Tras consolidar su internacionalización comercial y de inversiones, se encuentra en una etapa incipiente de internacionalización financiera, fortaleciendo su poder crediticio, una dimensión clave en la construcción de hegemonía. En paralelo, la creciente tendencia a la desdolarización -impulsada por los BRICS y otros bloques que buscan comerciar en monedas alternativas- amenaza uno de los pilares históricos del poder estadounidense, provocando reacciones defensivas y tensiones en la arquitectura financiera internacional. Además, China lidera la Revolución Industrial 4.0 y la transición verde, controlando amplios eslabones de la cadena de valor de las energías limpias. Estados Unidos, consciente de ese dominio, ha optado por un repliegue estratégico sobre el sector oil & gas, intentando sostener su influencia en los mercados tradicionales de hidrocarburos.

A todo esto se suma una característica particular del declive estadounidense: adopta rasgos revisionistas, un papel que históricamente encarnaban las potencias en ascenso. En cambio, China -la potencia emergente- se ampara en la retórica del ascenso pacífico y el respeto al derecho internacional. El mundo del revés: el hegemón desafía su propio orden y el ascendente lo invoca.

Ahora bien, ¿y nosotrxs qué?

El fin del interludio norteamericano trae consigo un escenario de mayor presión y de menor margen de maniobra para nuestros países. Tal vez por eso Brasil decidió destrabar el acuerdo MERCOSUR–UE, en un contexto donde, además, el Consenso de Brasilia comparece en un pantano. La principal potencia del Cono Sur no muestra señales claras de querer asumir el liderazgo regional que muchos esperan. Tal vez porque no encuentra a su alrededor interlocutores confiables, o porque su apuesta estratégica con los BRICS -y en especial con su primer socio comercial, China- le rinde frutos más concretos.

Pero ese vacío de liderazgo, lejos de ser anecdótico, condiciona nuestra capacidad de actuar colectivamente. Por separado, nuestros países pesan poco en la balanza global; lo hemos comprobado una y otra vez en cada mesa de negociación. Y la ventana de oportunidad que abre un interregno de estas características no dura para siempre. Así como los libertadores de nuestro continente supieron leer y aprovechar un contexto de transición entre imperios, dejar pasar esta coyuntura sería condenarnos a prolongar nuestra dependencia y postergar, una vez más, nuestra independencia definitiva -o al menos una independencia posible, dada la correlación de fuerzas.

Es cierto que el clima regional -político, económico y social- no es optimista, pero es necesario, o más bien imperativo, como también decía Gramsci, contraponer el optimismo de la voluntad al pesimismo de la razón. Esa voluntad deberá traducirse en una verdadera capacidad de agencia, sustentada en una política exterior diversificada, con reconstrucción de las capacidades estatales que articulen con los actores privados, y una diplomacia orientada a la defensa soberana de nuestros recursos estratégicos. Nuestra región no parte de cero: desde la doctrina Calvo hasta las doctrinas Drago y Estrada, América Latina ha sabido defender su soberanía frente a las presiones externas. Hoy  tal vez no sea posible dar grandes saltos, pero sí avanzar con pasos firmes y estratégicos: intensificar la inversión en ciencia y tecnología y construir coaliciones de integración -partiendo al menos de coaliciones minilaterales-, que prioricen sectores como la electromovilidad, la transición energética y la extracción y procesamiento de minerales estratégicos, bajo una lógica de soberanía cooperativa. Solo así nuestra región podrá convertir la sombra del interregno en trinchera de resistencia y emancipación.


* Integrante del equipo internacional de Patria Grande (Argentina).