Pier Paolo Marzo

Para quienes tenemos que viajar desde cualquier parte de Perú, el centralismo nacional nos obliga a considerar que el aeropuerto de Lima es como la casa del jabonero, donde en algún momento, quien no cae, resbala. Ya sea por una urgencia de trabajo, de salud o familiar, incluso quienes normalmente viajaríamos por tierra, probablemente por costos, en alguna ocasión tendremos que ir a la capital o volver de allí en avión. Por eso, el transporte aéreo es parte del derecho fundamental a la libertad de tránsito. De manera que las deficiencias de diseño y de congruencia en los plazos de construcción que han causado la falta de transporte público y acceso peatonal al nuevo aeropuerto de Lima, mientras se construyen las vías previstas para el año 2028 (aunque si hubiera más retrasos podrían terminarse recién el 2029 o incluso el 2031), están generando una violación de un derecho constitucional. Por lo que cualquier ciudadano o ciudadana podrá plantear una demanda constitucional para que un juez ordene la licitación de una ruta de transporte público que pase por los puentes provisionales o que se ajuste el servicio Aerodirecto para que pueda atender la demanda de cualquier usuario.
Más allá de las soluciones que habrá que forzar (salvo que la resignación prevalezca) al problema público que ha generado el desfase entre la construcción de la vía de acceso y la del aeropuerto, la exclusión de los peatones y del transporte público en general desnuda una verdad estructural: el modelo económico peruano de neoliberalismo descontrolado priorizó, durante décadas, la rentabilidad de las concesionarias por encima de los derechos más básicos de las personas. Lo vimos con la falta de supervisión de:
- El puente de Chancay, concesionado a Norvial (integrado por Aenza, ex Graña y Montero), cuya caída en febrero de 2025 dejó dos personas muertas (el conductor y una pasajera) y más de 40 heridos, y cuyo expediente técnico llevaba más de cinco años paralizado en el MTC, a pesar de las alertas sobre su deterioro.
- El techo del Real Plaza Trujillo, del Grupo Intercorp, cuyo desplome en febrero de 2025 provocó la muerte de ocho personas (incluidos tres niños) y causó 84 heridos, pese a haber sido clausurado previamente por deficiencias en 2023;
- El lote contaminado de suero fisiológico de Medifarma, vinculado a cuatro muertes (entre ellas un bebé) y a 13 personas gravemente afectadas.
- Los alimentos entregados por la empresa Frigoinca, que intoxicaron a más de 20 niños en Puno y a otros en La Libertad, Áncash, Cajamarca, Huánuco, San Martín y Amazonas, en un esquema de corrupción con el programa Qali Warma, en el que están involucrados el exministro De Martini y el ahora “vocero” presidencial Fredy Hinojosa.
En todos los casos, como en la construcción del aeropuerto y sus vías de acceso, no nos encontramos ante errores técnicos u omisiones accidentales, sino ante las consecuencias del capitalismo neoliberal peruano, que ha convertido al Estado en un facilitador de negocios millonarios ( y obstaculizador de los pequeños y medianos emprendedores), en lugar de garante del bien común. Bajo la falacia de la generalización de que “el privado lo hace mejor”, se permitió que grandes empresas aumentaran sus tasas de ganancia a costa de los intereses públicos. En vez de exigir estándares de accesibilidad, sostenibilidad o integración urbana en el caso del aeropuerto, y de seguridad en los demás, el Estado optó por mirar al costado y celebrar cifras de inversión, a costa de menos vida y más muerte o exclusión social.
Para no normalizar la disfuncionalidad de los representantes congresales, no podemos dejar de preguntarnos: ¿qué hicieron estos años de construcción del aeropuerto los y las congresistas de El Callao, Lima y los demás departamentos? Quizá lo mismo que en la semana de inauguración: legislando para beneficio de las ganancias de grandes capitales, como los nuevos terratenientes agroexportadores, que, según cifras del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) dejarían de tributar S/ 1200 millones al año. Y también para sí mismos, que ahora podrían hacer campaña electoral con nuestro dinero en las “semanas de representación”, si se llegara a publicar la nueva “Ley Rospigliosi”.
Lo bueno de todo eso es que, más allá de cualquier debate académico o político, se ha evidenciado la urgencia y necesidad de dejar atrás el régimen y el modelo de desarrollo actuales, con sus respectivos actores. Y en vez de ellos, construir un nuevo Estado, que subordine el afán de obtener ganancias al bien común construido alrededor de la vida y dignidad de cada persona humana.