Sobre derechos y apropiaciones en el Capitalismo Tecnológico
Jorge Millones

La IA no tiene alma, dice Miyazaki horrorizado, pero en realidad quienes son los verdaderos desalmados aquí, han sido los que edificaron esta estructura hipócrita que se llama sistema de patentes y copyrigth para proteger la desposesión y robo generalizado que caracteriza al capitalismo. La IA es el pequeño y tierno monstruo que ya creció, ya no causa asombro, ahora causa miedo e indignación.
La polémica entre Hayao Miyazaki —icono del Studio Ghibli, célebre por defender la artesanía humana en el cine— y OpenAI, gigante de la inteligencia artificial, encapsula un debate global: ¿puede la IA «aprender» de obras culturales sin violar la ética creativa? El conflicto estalló cuando se supo que sistemas como ChatGPT entrenan con datos masivos, incluyendo posiblemente guiones y arte de películas como El viaje de Chihiro, sin compensación ni consentimiento. Miyazaki, crítico feroz de la IA, representa la resistencia ante una lógica que, bajo el discurso de la innovación, privatiza el conocimiento colectivo. ¿Es esta una nueva forma de colonialismo digital o simplemente el inevitable choque entre tradición y progreso? La respuesta podría redefinir el futuro del arte.
El núcleo del debate no es la inteligencia artificial en sí, sino quién la controla y con qué fines: si se emplea para democratizar la creación artística, puede ser revolucionaria; si se monopoliza por corporaciones, se convierte en explotación. Esta contradicción se hace evidente cuando las empresas que desarrollan IA defienden que sus sistemas solo «aprenden» de datos culturales, pero persiguen legalmente a artistas que reinterpretan obras existentes, acusándolos de «piratería». Así, los derechos de autor —diseñados para proteger al capital, no a los creadores— revelan una doble moral: validan la extracción masiva de conocimiento colectivo por parte de las máquinas, mientras criminalizan la reapropiación crítica y humana de la cultura. La tecnología, en otras palabras, no es neutral: su impacto depende de quién escribe las reglas.
Walter Benjamin, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, argumenta que la reproducción mecánica disuelve el «aura» del arte, es decir, su autenticidad y unicidad, al desarraigar la obra de su contexto original. Si en su tiempo la fotografía y el cine fueron las fuerzas disruptivas, hoy es la inteligencia artificial la que erosiona la distinción entre lo «original» y lo «copiado». La postura que sostiene que «ya es tarde para el debate» se basa en esta premisa: si la técnica ha anulado la unicidad de la obra, entonces el problema del plagio o la apropiación artística ya estaría resuelto por la propia dinámica tecnológica.
Sin embargo, este argumento ignora un elemento fundamental: Benjamin no celebraba esta transformación, sino que advertía que la reproductibilidad técnica podía ser utilizada tanto para la emancipación como para la dominación. La idea no es nueva, ya Karl Marx lo había conceptualizado en los Grundrisse, describe la acumulación de conocimiento social y tecnología como fuerzas productivas centrales bajo el capitalismo. Este intelecto colectivo (General Intellect) se materializa en máquinas, algoritmos y sistemas que, aunque creados socialmente, son privatizados mediante estructuras como patentes y derechos de autor. Marx señala que esta dinámica genera una contradicción: el General Intellect podría liberar a la humanidad del trabajo alienante, pero bajo el capitalismo, se convierte en un instrumento de explotación y control.
En un contexto donde el capitalismo tecnológico convierte el arte en mercancía sin autores, sin historia y sin derechos, la desaparición del aura, a la que se refería Benjamin, ya no es una oportunidad de democratización, sino una estrategia de desposesión y extracción de valor. En otras palabras, la IA no es solo un «avance técnico», sino un instrumento de un modo de producción que profundiza la alienación del trabajo artístico.
Un caso emblemático ocurrió en 2023 en Hollywood, cuando el gremio de guionistas (WGA) protestó contra el uso de inteligencia artificial para reemplazar escritores, alertando sobre la devaluación de su trabajo. Este episodio no solo ilustra cómo la IA automatiza procesos creativos —desplazando a artistas y alienándolos de su labor, como anticipó Marx—, sino que revela un problema más profundo: no es la tecnología en sí, sino la lógica capitalista de acumulación que la impulsa. El debate sobre la IA y el arte trasciende lo moral y lo técnico; es sobre todo político y económico. Por ejemplo, automatizar el estilo de Studio Ghibli mediante algoritmos no es un mero «avance», sino un eslabón en la cadena de expropiación de la creatividad humana para beneficio corporativo. La pregunta clave no es si el arte generado por IA es «válido», sino quién controla su producción, bajo qué reglas y, sobre todo, a quién enriquece este nuevo paradigma. La sombra de Marx se alarga aquí: el conflicto no es entre humanos y máquinas, sino entre el valor social del trabajo y su apropiación privada.
En El artista y la época, José Carlos Mariátegui señala que muchos creadores, ante la mercantilización del arte, romantizan el pasado, imaginando épocas donde los artistas gozaban de mayor libertad y reconocimiento. Sin embargo, esta nostalgia —como la expresada por Hayao Miyazaki, quien tilda a la inteligencia artificial de «falta de alma»— es un espejismo: si bien antes no existía la lógica de mercado actual, los artistas dependían de élites religiosas o aristocráticas que imponían sus propias reglas. Así como el Studio Ghibli resiste hoy a la IA, en su momento enfrentó la transición de la animación tradicional al 3D digital. La incógnita es si la IA representa un quiebre más radical que innovaciones pasadas, como el cine digital o la imprenta, o si es solo otro capítulo en la eterna tensión entre tecnología y creación humana. ¿Es realmente peor el impacto de la IA que los cambios tecnológicos anteriores? O, en otras palabras, ¿es la IA solo otra transformación del arte, como lo fue la imprenta o el cine digital?
Sin duda, no. La Inteligencia artificial es un punto de quiebre dentro del desarrollo del propio capitalismo, porque maximiza los procesos de enajenación y desposesión. El conflicto entre Open Ai y Estudios Ghibli es un el inicio de una serie de conflictos entre grandes empresas, pero hay muchísimas más. La defensa de la autoría humana que hace Miyasaki cuestiona la deshumanización del arte por IA, pero al depender del copyright, reproduce también lógicas capitalistas. La falla es de origen, tarde o temprano, el capitalismo iba a disolver o deformar el sistema de patentes y de copyrigth, la I.A. es la nueva herramienta que llevará a cabo ese rol. En el fondo, nadie crea nada de nada, a toda la humanidad le debemos una creación. En el fondo una patente, no solo salvaguarda un derecho individual, también es la apropiación de conocimientos previos generados colectivamente. Estamos frente a una contradicción entre creatividad colectiva y apropiación privada, pues, el capitalismo, como lo siempre lo ha hecho, tiende a disolver las fuerzas que lo propulsan mordiendo la mano de quien lo alimentó. Si algo es un lastre para la acumulación, el capitalismo pasará por encima.
Los algoritmos de IA como ChatGPT, que se entrenan con datos masivos, incluyendo obras culturales (textos, guiones, arte) al usar creaciones de Estudios Ghibli sin consentimiento, generan un conflicto ético y legal. Esto expresa claramente la tensión entre el conocimiento socialmente producido (General Intellect) y su privatización (copyright). La controversia entre ChatGPT, Estudios Ghibli y el sistema de patentes ejemplifica la tensión entre el potencial liberador del GI y su captura capitalista. Mientras la IA podría redistribuir capacidades creativas, su privatización mediante patentes y copyright la convierte en una herramienta de dominación.
Se han ensayado alternativas de liberación de conocimientos, sobre todo al comienzo del s. XXI, copyleft, software libre, open source, redes cooperativas, entre otras plataformas, pero quedaron marginalizadas por el aplastante poder de las corporaciones digitales, sus monopolios y las potencias que las amparan. Sin una transformación radical de las relaciones de propiedad, el General Intellect seguirá siendo un campo de batalla entre la explotación capitalista y la utopía emancipadora.
El conflicto entre Studio Ghibli y OpenAI no es un simple desacuerdo tecnológico, sino un síntoma de la lógica depredadora del capitalismo, que aliena y desposee tanto el trabajo creativo como el conocimiento colectivo. Bajo este sistema, la inteligencia artificial opera como un brazo extendido de la acumulación privada: mientras las corporaciones se apropian del General Intellect —ese acervo cultural construido socialmente— para entrenar algoritmos, los creadores originales son desplazados o reducidos a meros proveedores de datos no remunerados. La paradoja es perversa: el mismo régimen de propiedad intelectual que protege a las empresas cuando explotan obras ajenas (bajo el eufemismo de «aprendizaje automático»), criminaliza a los artistas que reinterpretan la cultura con fines críticos. Así, la IA no «mata» al arte, sino que reproduce la dinámica histórica del capitalismo: expropiar lo común, privatizar sus frutos y convertir la creatividad —una fuerza social— en mercancía controlada por oligopolios.
La verdadera controversia, entonces, no sólo es ética, también es de clase: ¿quién decide qué se produce, ¿cómo se distribuye y quién se beneficia en esta nueva fase de explotación digital?
Por ello, es fundamental debatir no solo el tema de los derechos de autor y patentes, sino, el núcleo mismo del capitalismo tecnológico, pues si la tendencia continua, éste terminará disolviendo la poca modernidad que queda.