Alana Viera

Un día, el mismo centro comercial que hace poco se tiñó de sangre en Trujillo volverá a abrir sus puertas. Ese día, los carteles serán descolgados y la indignación contra el millonario dueño del grupo Intercorp, contra los Acuña, contra la corrupción estatal, cesará. Cesará para abrirle la puerta a nuestros deseos más obscenos, esos que nos motivan a dar la milla extra, que nos impulsan de manera estrepitosa a volver a acercarnos a la muerte, a olerla sin culpa, a recorrer esos pasillos, esas tiendas y esos espacios de comida que nos hacen sentir parte de algo más grande, que nos permiten poner una piedrita más en esa cada vez más consolidada identidad nacional.
Se equivocan quienes la buscan en los museos o intentando revivirla con prácticas milenarias. Nuestra identidad se produce todos los días, colectivamente, en los centros comerciales a escala nacional. Nuestras aspiraciones y sentido de pertenencia a la estética de vida a la que le militamos descansan ahí, en los aparadores brillantes que simulan lujo, progreso y modernidad. Estos espacios de espectacularización del consumo nos han dotado de un lenguaje en el que expresamos quiénes somos o, quizá más importante, quiénes queremos llegar a ser. ¿Es todavía un secreto que construimos identidad a través del consumo?
No seré la primera persona en decirlo, pero el consumo no trata de comprar para satisfacer una necesidad inmediata. Como lo ha dicho antes Baudrillard, se trata más bien de un sistema de signos, un lenguaje que nos hace codificables para los otros, que comunica nuestro estatus, nuestro estilo de vida, nuestra relación con la modernidad y el progreso y, de esta manera, estructura nuestra identidad. Nos volcamos a los centros comerciales no solo ante la falta de espacios públicos, sino y sobre todo porque se han convertido en puntos de inclusión en los que podemos simular una forma de existencia. Se afianzan como espacios para producir sensaciones o, como dicen nuestros amigos mercadólogos, para ofrecer una experiencia, que no es otra cosa que estimular nuestra percepción y nuestra producción de deseos.
Pero ¿qué es lo que realmente adquirimos cuando consumimos? Compramos objetos, pero adquirimos significantes. No es solo la prenda de ropa, el celular o el maquillaje; se trata más bien de mostrar nuestra mejor versión, expresar nuestra feminidad/ masculinidad, ser deseables para encontrar pareja, para coincidir con la expectativa familiar y sobre todo para el trabajo. Compramos la promesa de autenticidad, aunque paradójicamente lo hagamos todos de la misma manera.
El deseo, alejándonos de los planteamientos que lo describen como una carencia, es más bien, si lo analizamos con Deleuze y Guattari, una fuerza productiva, el conducto a través del cual producimos nuestro mundo interior y nuestra relación con lo que está afuera. En ese sentido, el consumo va más allá de un acto simbólico: es producido y produce sujetos que desean. Preciado amplía esta idea mostrando cómo el capitalismo gestiona el deseo, haciendo del consumo un proceso corpóreo y afectivo; nos lo inscribimos en la piel, se disemina a través de nuestras relaciones y, con ello, promueve determinadas formas de afectividad y sistemas de valores que nos permiten hacer vivible lo que, de otra forma, sería invivible.
¿Cómo el capitalismo canaliza el deseo para perpetuarse? Los centros comerciales son un ejemplo de la infinidad de máquinas de captura del deseo que configuran lo que somos capaces de desear. Así, cuando se nos propone, por ejemplo, una idea de libertad que vaya más allá del consumo, nos repele; en palabras más exactas, nos resulta indeseable.
Sin embargo, hoy somos sujetos deseantes que se identifican como mercancía. Cuando Marx propone el fetichismo de la mercancía, recurre a diferenciar el valor de uso (su utilidad) y el valor de cambio (su precio) como categorías insuficientes para explicar las relaciones de producción, dado que, en el capitalismo, las mercancías se venden con una autonomía ilusoria que oculta las relaciones sociales de producción detrás de ellas. Ese es el tipo de mercancía en la que nos hemos convertido: somos productos deseables, vendemos nuestra fuerza de trabajo, nuestra imagen, nuestra “autenticidad” y nos alienamos consumiendo para evitar pensar, tan siquiera un microsegundo, que lo que producimos no nos pertenece y que, por lo tanto, somos nosotros quienes le pertenecemos a alguien.
Con el triunfo del capitalismo a escala planetaria, ya no solo consumimos mercancías, sino que nos identificamos con ellas. El capitalismo no solo nos ha convertido en consumidores, sino también en mercancías: en objetos para nosotros mismos. Nos vendemos en el mercado de las redes sociales, calculamos nuestra rentabilidad afectiva, optimizamos nuestro rendimiento emocional. Somos gestores de nuestra marca personal, capitalizamos cada experiencia, cada deseo. Ese es el ejercicio de libertad al que podemos aspirar: el que podemos comprar, vender, productivizar, usar y botar. En un presente sin historia y “sin ideologías”, ¿cómo desmantelamos los templos de consumo si se han erigido en lo más íntimo de eso que llamamos ser?
Es urgente reapropiarnos del deseo como una herramienta política. Se trata de una labor imaginativa y productiva que requiere toda nuestra capacidad para crear y para creer, que nos exige una relación apasionada con las ideas y con el hacer micropolítico. Porque si no le ponemos la idea a lo que hacemos, tengan por seguro que alguien lo hará por nosotros. Si seguimos tomando prestadas las consignas y nos negamos a construir un camino político por el que valga la pena vivir (y morir) colectivamente, entonces no estamos haciendo todo lo necesario.
El derrumbe del techo del centro comercial es una metáfora de la promesa neoliberal: revela la fragilidad de esta simulación de bienestar e inclusión, nos abre preguntas, porque en el fondo sabemos que somos consumidores de lo mismo y nos acecha el mismo destino: que se nos vaya la vida consumiendo un poquito más, sin haberla vivido realmente.
Autores referenciados:
- Baudrillard.
- Deleuze y Guatarri.
- Marx.
- Paul B. Preciado.