Roger Merino
Mientras el gobierno represivo de Perú se vuelve cada vez más autoritario, los movimientos sociales y otros bastiones de la resistencia deben persistir en crear espacios para la democracia.
La asunción al poder de la extrema derecha en el Perú no se dio a través de las urnas. Luego de la caída del ex Presidente Pedro Castillo en diciembre del 2022, su sucesora constitucional, Dina Boluarte, asume el poder gracias a un pacto con la mayoría conservadora y autoritaria del Congreso. Un pacto sellado con la sangre de 49 personas en el contexto de la primera ola de protestas contra su régimen. Pasamos de un presidente precario y aislado, con poco compromiso con los sectores de izquierda que lo apoyaron y con poco compromiso democrático, a una Presidenta que representa, en puridad, los intereses de la extrema derecha y de diversas redes de poder económico. Un régimen que gobierna con absoluto menosprecio de la población y que es menospreciado en consecuencia. Es este pacto el que ha convertido al Estado en un aparato represor de la ciudadanía y benefactor de grupos criminales.
Ejemplos sobran. El Congreso de la República viene aprobando leyes que benefician directamente a grupos económicos que en los últimos años eran objeto de fiscalización y sanción. Con la llamada “Ley Antiforestal” regularizaron la situación legal de empresas taladoras del bosque Amazónico al permitirles que con la sola posesión del territorio tengan licencia para deforestar. Con la extensión del registro de “mineros informales”, se convalida un sistema que ha venido depredando el medio ambiente y los derechos humanos de comunidades locales y mujeres y niñas sujetas a la trata de personas.
Y más. Se vienen aprobando normas que eliminan la posibilidad de fiscalización efectiva en distintos sectores. Desde dueños de universidades-empresa que se enriquecieron ofreciendo programas sin estándares mínimos de enseñanza, hasta a los propios partidos políticos, algunos de ellos investigados por lavado de activos. Hay normas que benefician directamente al crimen organizado, como aquella que obliga que el allanamiento con orden judicial a sospechosos solo pueda realizarse “con presencia del abogado”, haciendo que esta medida judicial sea inefectiva en la práctica.
Se ha decretado, en contra de los tratados internacionales, que estos crímenes prescriben, beneficiando a militares que violaron, torturaron y asesinaron durante el conflicto armado interno.»
El poder político incluso ha beneficiado a aquellos que han cometido crímenes de lesa humanidad. Se ha decretado, en contra de los tratados internacionales, que estos crímenes prescriben, beneficiando a militares que violaron, torturaron y asesinaron durante el conflicto armado interno.
La alianza de extrema derecha que llegó al poder prometiendo un gobierno tecnocrático, efectivo y democrático cada día aprueba normas de esta naturaleza. Los poderes fácticos que hasta hace poco estaban en los márgenes de la legalidad tienen hoy representantes y operadores que aprueban e implementan leyes y políticas abiertamente a su favor.
Algo más que clientelismo
Se podría argumentar que lo que sucede hoy no es nada nuevo. Desde los orígenes de la República, el Estado peruano ha sido concebido en gran medida como un botín. La pugna entre élites económicas por acceder a privilegios y beneficios públicos, los esquemas de corrupción, las acciones de los delincuentes de cuello blanco se realizaban de forma agazapada, o con hombres de paja, para no mostrar la inmoralidad de forma abierta.
Ya lo teóricos del subdesarrollo y sus descripciones sobre el patrimonialismo, clientelismo y corruptela daban cuenta de cómo funcionaban estos mecanismos al margen de la legalidad o, a veces, a la sombra de la legalidad, tomando ventajas de las ambigüedades normativas o logrando “beneficios momentáneos” como los privilegios tributarios a sectores económicos extractivos durante el desarrollismo de los setentas y resignificados desde el neoliberalismo. Gunder Frank, cuando hablada de “lumpen-Estados” hace cinco décadas, hacía alusión a toda esta historia de mercantilismo y extractivismo que beneficiaba a las élites locales y sus socios internacionales. Lo lumpen como metáfora de operaciones que mantenían a los estados en el sub-desarrollo, operaciones tan inmorales, tan injustas, que lindaban con la criminalidad.
Pero lo lumpen del Estado peruano de hoy no es una metáfora, no linda con la criminalidad.»
Pero lo lumpen del Estado peruano de hoy no es una metáfora, no linda con la criminalidad. Es, en muchas formas, la victoria de la criminalidad. Un abogado que hizo carrera defendiendo a delincuentes y policías corruptos se convierte en Ministro de Estado responsable del orden interno. Uno de los ex Presidentes más sanguinarios y corruptos de la región, Alberto Fujimori, no solo es indultado de forma ilegal. También le otorgan una pensión vitalicia.
Ya no son actos inmorales que deben esconderse o asolaparse. Se muestran de forma abierta, sin vergüenza, para mostrar la victoria de los que avanzaron en su carrera política, empresarial y militar pisoteando la ley, la constitución y los derechos.
Algo más que “atomización política”
En la Ciencia Política la explicación dominante de esta situación es la “debilidad de los partidos” o la “atomización y fragmentación política”, o la “dilución del poder”. Esto se reflejaría en el hecho de que los partidos se han convertido en emprendimientos privados, familiares o corporativos, sin esquemas programáticos y la ciudadanía estaría “desafecta” de la política, sin ánimos de organizarse políticamente para ejercer oposición. Este diagnóstico es muy limitado.
En primer lugar, si se analiza la movilización social desde el nivel sub-nacional, en las organizaciones indígenas de la Amazonía y el activismo de derechos humanos y ambiental, la ciudadanía no ha cesado de movilizarse, de ejercer política, mucho más cuando Dina Boluarte asumió el poder. Según datos de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, desde el año 2001 hasta el 2024 las fuerzas públicas han herido a más de 3.000 personas en el contexto de movilizaciones sociales, 217 de ellas fueron asesinadas por la represión. Según estos datos, solo durante los tres primeros meses del gobierno de Dina Boluarte, los agentes del estado asesinaron a 49 personas, más de 900 fueron heridas y más de 1.200 sometidas a detenciones arbitrarias ¿La gente no protesta por desafección o por criminalización y muerte?
La atomización de los partidos políticos no es la razón del problema, es un síntoma, que por sí solo no explica las causas profundas de la degradación institucional. Para entender ello debemos examinar cómo la racionalidad neoliberal se ha impuesto en todos los niveles, en un contexto de racismo y exclusión política y social sistemática. El decenio fujimorista (1990-2000) no solo atacó y desmanteló las grandes narrativas programáticas y los “partidos tradicionales”. Fue también un ataque biopolítico, en el sentido más visceral del término, contra la izquierda gremial, los movimientos sociales y los movimientos indígenas y campesinos. En un contexto de legados y presentes coloniales de racismo y exclusión, se legitimó la idea de que los pobres son culpables de su pobreza, que las esterilizaciones forzadas en las zonas rurales estaban justificadas y que la política popular era una forma de terrorismo que debía ser aplacada.
De hecho, las instituciones económicas que sostuvieron el neoliberalismo de los noventa, salvo tímidas reformas en los sectores Cultura, Ambiente, e Inclusión Social, se profundizaron.
Con la caída de Fujimori se suponía que estas narrativas serían superadas en un proceso de transición democrática. Pero esta nunca se completó y se desechó la idea de alcanzar un nuevo pacto social. Si bien se difundió el discurso de transición, reconciliación y derechos humanos, las fuerzas conservadoras persistieron en el discurso anti-derechos, racista, y terruqueador. Discursos que se convalidaban oficialmente por los gobiernos post-Fujimori cada vez que emergía la movilización ciudadana sobre cuestiones sociales o ambientales que desafiaban el crecimiento económico. De hecho, las instituciones económicas que sostuvieron el neoliberalismo de los noventa, salvo tímidas reformas en los sectores Cultura, Ambiente, e Inclusión Social, se profundizaron. Mucha gente no tuvo más opción que racionalizar lo que Verónica Gago llama “neoliberalismo desde abajo”. Los partidos-empresa responden a esa realidad.
El problema de fondo, entonces, no es la atomización de los partidos. El problema es la exclusión política de los sectores populares a raíz de la exclusión social, el racismo, el terruqueo y la criminalización del activismo. Todo ello alentado por un discurso anti-transición y anti-derechos humanos que se ha mantenido vigente, evitando la posibilidad de concretar un acuerdo de convivencia mínimo en donde los grupos políticos representen realmente los intereses de los diversos sectores sociales. Hoy las fuerzas anti-transición son las que vienen capturando todo el aparato público, sin vergüenza alguna de sus delitos ni de sus pactos con los poderes económicos de arriba —las élites económicas ascendentes o aquellas herederas de la aristocracia— y de abajo con las economías ilegales.
Un campo aun en disputa
La sociedad civil en el Perú se siente aislada y desprotegida, a merced de la extrema derecha que gobierna sin contrapesos. Ni siquiera los pronunciamientos de organismos internacionales han impedido que sigan aprobando leyes e implementando políticas pro crimen e impunidad.
La Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos se pronunciaron contra el indulto a Alberto Fujimori y la ley que protege a los que perpetraron crímenes de lesa humanidad durante el conflicto armado interno. En igual sentido se pronunciaron Relatores Especiales de las Naciones Unidas. Las embajadas de Canadá, Reino Unido, Alemania y Noruega emitieron un comunicado conjunto criticando la ley que favorece la deforestación de la Amazonía. El Comité Anti-Corrupción de la OCDE, organización a la que el Perú busca adherirse, remitió una comunicación al Estado peruano mostrando su preocupación por una norma que debilita la “colaboración eficaz” para enfrentar el crimen organizado.
Para la extrema derecha autodenominada “soberanista” y “antiglobalista” nada de esto puede influenciar los asuntos internos. Decir que el Perú es un autoritarismo que camina firmemente a convertirse en una dictadura a toda regla no es alarmismo. Luego de copar con sus aliados a organismos autónomos como el Tribunal Constitucional y la Defensoría del Pueblo, la extrema derecha busca excluir de la próxima contienda electoral a sus adversarios políticos y remover al Presidente del Jurado Nacional de Elecciones para designar uno funcional a sus intereses. Varios proyectos de ley de esta naturaleza y otros que otorgan prerrogativas al poder político para controlar a jueces y fiscales buscan formalizar la esencia dictatorial del régimen.
A las organizaciones sociales, como lo hicieron en el pasado, solo les queda persistir. A la comunidad internacional y académicos pronunciarnos con más fuerza. Y a los propios actores públicos dar la batalla desde adentro. Porque es obvio que cuando digo que el Estado peruano es un Estado lumpen, no me refiero a cada oficina y funcionario del Estado. Me refiero a aquellas redes de poder que dominan el Congreso, el gobierno y ciertos organismos autónomos.
El Estado es un campo de disputa y aún hay unos pocos espacios de resistencia en el Poder Judicial, el Ministerio Público, los gobiernos regionales y locales, y los propios ministerios. No obstante, debe existir una narrativa común, un acuerdo mínimo. La única forma de resistir el embate es tener claro que el proyecto político articulador inmediato en el Perú debe ser des-lumpenizar la política y el Estado.
Roger Merino es profesor asociado de la Universidad del Pacífico en Lima, Perú. Investiga temas relacionados con la ecología política, la gobernanza ambiental y derechos humanos.
Publicado originalmente por https://nacla.org/