José Gandarilla Salgado
No nos está permitido enloquecer en una época demente, aunque nos pueda quemar vivos un fuego cuyo igual somos”
René Char
Neoliberalismo cual fascismo soterrado. Algo más que escalofriantes afinidades
Mucho se ha hablado de las similitudes, que pudieran existir y detectarse, en cuanto a la condición de colapso epocal y catástrofe económica, entre la situación actual del mundo y los años que precedieron a la instalación definitiva del fascismo en la Europa del segundo cuarto del siglo XX. Y, si es que realmente las situaciones de postración económica están cobrando magnitudes similares entre ambos períodos, no habría que esperar muchas diferencias en cuanto a este elemento como el precipitante de tendencias fascistas en la resolución de conflictividades sociales, como el alimento espiritual para el elevamiento autoritario de la razón de Estado, para el establecimiento de relaciones devastadoras con respecto a “los desfavorecidos de siempre” e ingrediente propicio para ensañarse con las personificaciones sociales en que encarna “la otredad”. Nuestra época es también la de un fascismo soterrado y que a ratos estalla de modo más palmario cuando los intereses del capitalismo complejo y corporativo se ven expuestos a un cierto freno o le es disputada su predominancia o se muestra francamente la inoperancia de su errática instrumentación o sus raquíticos resultados.
Sin embargo, si por neoliberalismo entendemos “la imposición de una lógica normativa global” (Laval y Dardot, 2013: 12) que se viene ejecutando desde hace más de cuatro décadas (al menos desde el 11 de septiembre de 1973 con el golpe militar en Chile, que destituyó el gobierno democráticamente electo de Salvador Allende) habrá que decir que para estos momentos, dicho programa asociado a la reversión de conquistas sociales y al retraimiento de las acciones de gobierno (cuando éstas amenazan al capital y su rentabilidad), se halla ya más extendido, por el mundo entero, de lo que el fascismo mismo pudo imaginar, ni en su momento de mayor esplendor.
Por ello, es viable detectar una cierta analogía en los gestos críticos que ciertos autores, desde el interior o en los márgenes de la llamada “Escuela de Frankfurt”, ensayaron en relación con la difícil circunstancia que les tocó vivir. En su trabajo “Calle de dirección única”, justo en la viñeta titulada “Panorama imperial”, Walter Benjamin detecta un aire del tiempo en la manera de vivir del burgués alemán medio que bien puede sintetizar nuestra propia circunstancia y el rumbo hacia el que se nos encamina: “el sufrimiento del individuo y de las distintas comunidades tan sólo tiene un límite más allá del cual nada se sigue: a saber, la aniquilación” (p. 35). Esto parece elevar a condición de fundamento un estado de ánimo que deriva de la trama social, del entrecruzamiento de nuestras acciones y del desentendimiento por sus resultados, lo que los sociólogos tematizan como “no intencionalidad de la acción” y que W. Benjamin señala como “las oscuras fuerzas a que nuestra vida está sujeta” (p. 37). Nuestro autor atribuye este hecho a “una extraña paradoja: la gente sólo piensa en su interés egoísta y privado cuando actúa, pero al mismo tiempo su comportamiento está determinado más que nunca por los fuertes instintos de masa. Y más que nunca los instintos de la masa se han descarriado por completo y se han vuelto ajenos a la vida” (p. 35). Para el pensador alemán esta situación tiende a agravarse y a desatar lo que en la jerga sociológica se describe como “consecuencias indeseadas”, todo ello por la conjunción de varios procesos que, en diacronía o sincronía temporal, no hacen sino acompañar funcionalmente los intereses del establishment y de las capas más favorecidas, y alejan, hasta casi ensombrecerlas, las posibilidades de una colocación crítica de las personas ante el actual estado de las cosas.
Para Benjamin, a esas alturas de la partida histórica que estaba en juego (catastrófica situación económica, crisis de la República de Weimar, creciente inestabilidad que promueve la expansión y aceptación social del fascismo) es claro que “el burgués piensa que cualquier estado que lo desposea ha de ser inestable como tal”, ello además se potencia en una escalada que parece no encontrar límite, pues no solo significa que se reincida, como en etapas anteriores (lo cual para Benjamin parece incluir el período que vio florecer las esperanzas en la socialdemocracia alemana y que ésta se viese, así fuera por un breve instante histórico, proclive al comunismo) en “la desamparada fijación en las ideas de seguridad y propiedad” sino que ello “le está impidiendo al hombre normal y corriente percibir las novedosas estabilidades en las que se basa la situación actual” (p. 34). El buen ojo de Benjamin le permite efectuar un traslado respecto a la figura social, a la máscara económica, al personaje de la situación en quien desea concentrar su crítica. Ya no solo habla del burgués medio, sino de aquél contingente que sin reunir tales condiciones en el reparto económico apuntala las posiciones sociales de aquel grupo que precisamente le explota y domina. Más aún, es justamente “el hombre normal y corriente”, como sigue siéndolo hasta la fecha, el que engrosa las “capas [sociales] para las que la situación estabilizada [consiste en] la miseria estabilizada” (p. 35), lo que Benjamin detecta, sin embargo, no para aquí, sino que ha de potenciarse cuando “solo un cálculo que admita ver en la decadencia la única ratio de la situación” se estabilice también, y lleve a asumir “los fenómenos de decadencia como lo verdaderamente estable, incluso como la única salvación, más aún como algo extraordinario que linda con lo milagroso e incomprensible” (p. 35). Pero el hecho de que los pueblos de Europa central, a los que Benjamin trató de esclarecer y que, no obstante, volcaron “su mirada a lo extraordinario” (p. 35) como aquello que les podía salvar, no es suficiente para asumir dicho proceso (el fascismo) como resultado de un “contacto misterioso” con las “fuerzas que nos asedian”, sino antes bien como resultado de un proceso complejo en que “la diversidad de las metas individuales se vuelve irrelevante frente a la identidad de aquellas fuerzas que las determinan”. Que las determinan y las unifican, en una identidad, es cierto, pero muy peculiar, no una que resulta de un rasgo étnico, histórico o cultural (aunque pueda llegar a serlo, como de hecho lo ha sido en ciertas circunstancias, el fascismo una de ellas, en el que la unificación identitaria proyecta marcadores de poder y criterios de clasificación claramente racializados), sino de criterios claramente regidos por lo económico o crematístico de las relaciones sociales, que no prescinden de un imaginario simbólico unificador que hace comparecer, en efecto, las capas espirituales de lo religioso y lo mítico, siendo así que con el “neoliberalismo global” la identificación que se da viene articulándose alrededor de la “religión secularizada del mercado” (como habituación a una actitud de impulso competitivo que rige a la sociedad y que se traduce en interminables actos de consumo) y del “mito del progreso” (como relanzamiento interminable de sus promesas). Por ello, la conclusión de Benjamin ante el advenimiento de una aceptación creciente del fascismo en la Europa de los años treinta del siglo XX, resulta válida para documentar la ampliación del radio de acción y la incidencia del programa neoliberal a prácticamente el orbe entero, como ha venido ocurriendo en los últimos cuarenta años. Al decir de Walter Benjamin:
«Las relaciones humanas […] apenas pueden sobrevivir […] el dinero ocupa de manera devastadora lo que es el centro mismo de los intereses vitales y … es el límite ante el que fracasan casi todas las relaciones humanas, tanto en lo natural como en lo moral desaparecen cada vez más ampliamente la confianza, el sosiego y la salud». (Benjamin, 2007: 36)
«Se va imponiendo casi por doquier la voluntad ciega de salvar el prestigio de la existencia personal, en lugar de sacarla [a la existencia personal] de la ofuscación general mediante el desprecio de su complicidad y de su impotencia […] Y como todos aceptamos las ilusiones ópticas de nuestros puntos de vista individuales, el aire se halla tan lleno de espejismos respecto de un futuro cultural que, a pesar de todo, va a irrumpir de repente». (Benjamin, 2007: 38)
Benjamin sugiere, como principio de actuación ética ante tal escenario, operar con responsabilidad, no sustraerse a la contemplación de la decadencia, y hacerlo a través del desprecio tanto de la complicidad como de la impotencia, desechar, pues, el desinterés ante nuestra propia participación en la generalización de este caos. Eso no suena nada alejado de la postura que, al modo partisano, Antonio Gramsci expresó en uno de sus llamados “escritos de juventud” bajo el sintagma “odio a los indiferentes”. Para Gramsci, en efecto, con esa apatía se alimenta “el pantano que rodea a la vieja ciudad, y la defiende mejor que la muralla más sólida” de aquellos que, en su atrevimiento, se animan a construir el programa y la arquitectónica de “la ciudad futura”.
Por otro lado, no es muy distinto el diagnóstico que, prácticamente una década antes de la publicación de “Calle de dirección única”, había ofrecido el pensador sardo en este texto que venimos citando. El gran intelectual y revolucionario italiano también logró percibir la diferencia de calidad en la articulación política que despliega, de un lado, el grupo dominante:
«Los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas manos, sin ningún tipo de control […] Los destinos de una época son manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos activos […] Pero los hechos que han madurado llegan a confluir, pero la tela tejida en la sombra llega a buen término: y entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y a todos, parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno natural […] del que son víctimas todos. (Gramsci, 2000: 20)
Y, del otro, aquellos grupos y colectividades que han de pelear por la hegemonía, si está en su deseo revertir su condición de subalternidad, pero en ello, como es sabido, no hay ninguna garantía. En uno de los fragmentos más citados de su obra (que Gramsci redacta ya desde las mazmorras mussolinianas, éste sí prácticamente simultáneo a lo escrito por Benjamin), así lo describe:
«la historia de los grupos sociales subalternos es necesariamente disgregada y episódica […] en la actividad histórica de estos grupos existe la tendencia a la unificación […] pero es continuamente rota por la iniciativa de los grupos dominantes. Los grupos subalternos sufren siempre la iniciativa de los grupos dominantes aun cuando se rebelan y sublevan». (Gramsci, 2000: 178)
Esta cara de la ruta del establecimiento del fascismo hace ver que, como proyecto, fue más allá de romper los puntos de resistencia y del aprovechamiento de un cierto colaboracionismo (fuera por acción o por omisión, por apatía o por miedo), o incluso de un maléfico plan conspirativo; pareciera que su instrumentación se reveló más consistente en la medida en que ciertos principios que le estructuraban se arraigaron socialmente. No es muy diferente lo que ha estado ocurriendo con el neoliberalismo, en tanto perfil actualizado del programa del gran capital corporativo, pareciera que el neoliberalismo está consiguiendo los objetivos a los cuales aspiraban los fascistas (en términos de los niveles de acumulación y concentración de la riqueza, de la explotación o entrega gratuita del esfuerzo laboral de contingentes inmensos de población, de las conquistas y arrebatos territoriales). Como el fascismo, el neoliberalismo ha desplegado todo un arsenal de procedimientos con finalidades de expulsión y desposesión de comunidades, pueblos o países enteros.
Por este conjunto de razones, no resultaría arbitrario proponer como hipótesis de trabajo el establecimiento de una relación estrecha entre ambos procesos históricos (fascismo europeo y neoliberalismo global), y ello con finalidades que van más allá de detectar “afinidades electivas”. Pues, una intención analítica comparativa o analógica no solo subrayaría rasgos de insospechada correspondencia, sino que corroboraría el hecho de que se trata de programas políticos más orgánica e integralmente encadenados.
La M(m)atrix(z) neoliberal
Desde sus antecedentes más remotos (El Coloquio Lippmann, la Sociedad Mont Pelerin) hasta el encumbramiento de los trabajos de la Escuela Austríaca de Economía, en la obra de Ludwig von Mises o Friedrich Hayek, que transmutó los postulados filosóficos de éstos en premisas de la mainstream del pensamiento económico (Escalante, 2015), el neoliberalismo ha logrado desbordar definitivamente las limitaciones que bajo el keynesianismo, cuando éste ocupaba el sitial de “pensamiento único” (hasta mediados de los años setentas del siglo pasado), le eran legítimamente impuestas. Mientras que con la rehabilitación del capitalismo de la segunda posguerra, a esta ideología “se le mantenía a raya”, como un proyecto identificable con ciertos grupos conservadores que nunca negaron su fobia a cualquier criterio de regulación por el lado de lo público o gubernamental, y que siempre apostaron no a que la “mano invisible” impulsara la economía de mercado, sino a que aunque fuera necesario con la ayuda de la “mano visible” y autoritaria del Estado, se operara una “gran transformación” que instalara como criterio absoluto e indisputado la construcción y aseguramiento de “sociedades de mercado” (objetivo que con Thatcher y Reagan, en los años ochenta del siglo XX, ya habían coronado) (Harvey, 2007).
Desde este quiebre histórico (precedido por el endeudamiento del tercer Mundo y el estallido de la crisis de deudas), se aspiró a erigir los principios neoliberales como criterio y marco categorial de exclusiva racionalidad, cuyo reverso de la moneda terminaba por ubicar cualquier esquema que intentara disputarle la hegemonía en calidad de proyecto sospechoso de irracionalidad (Gómez, 1995), para ello se puso a disposición de los gestores neoliberales autóctonos, verdaderos lacayos y, en algunos casos, aliados del poder corporativo multinacional, toda la parafernalia desestabilizadora necesaria que los nichos del poder global podrían poner geopolíticamente a su alcance, y que fueron ensayando por el mundo entero, con tal de exorcizar y desterrar cualquier posibilidad autodeterminativa o que pretendiera obrar en uso de principios soberanos para la gestión de lo público y social. Ya para estas fechas los dogmas neoliberales hayekianos y friedmanianos no solo eran asumidos como axiomas del orden económico espontáneo y naturalizado, que toda escuela o facultad de economía que se preciase de serlo acogía en su currículo, sino que eran transmitidos bajo una completa estrategia de medios que los disgregaba socialmente y los esparcía cual mancha de aceite; el propósito era claro, interiorizarlos como intachables valores de la gente “normal y corriente”, aceptables porque circulan en las capas ideológicas de nuestras sociedades cual si fueran el nuevo sentido común.
Este aspecto de la cuestión ya había sido minuciosamente discernido por Franz Hinkelammert, en el primer libro que publicó una vez que pisó suelo latinoamericano, que intentaba reflexionar sobre las posibilidades de “revolucionar” las estructuras de poder de un sistema social vigente, justamente porque percibió y vislumbraba que eso podía acontecer en nuestra región, él detectaba atinadamente que:
«[Los] valores [afines a cierto sistema] establecen y justifican una cierta presión social que se impone al individuo y lo obliga a conformarse con el sistema social existente. De esta presión social resultan mecanismos de estabilización del sistema social y de la estructura de poder involucrada, que son muy difíciles de atacar» (Hinkelammert, 1967: 10)
Esta utopía del fin de las utopías, o distopía “en estado puro”, que luego del colapso del socialismo realmente existente, la caída del muro de Berlín y la ideología celebratoria del “fin de la historia”, ya en la década de los noventa del siglo XX, había sumado a su causa nuevos apoyos y adeptos, reclamaba y reclutaba mayores cuotas de legitimidad, aspiró desde esa fecha a que el mundo no fuera otro que el que se desprendía de su lógica económica (cuyos fines eran muy particulares y localizados) expresada encubiertamente como “imparcial” diseño organizacional incuestionable (pues se pretende como la expresión más acabada de valores universales) cuando en realidad correspondió siempre a una planeación compleja “por objetivos”, a una “ingeniería social” en gran escala. Presentado el estado de las cosas de tal modo, sus criterios y principios quedarían resguardados como por un blindaje, el del principio de la ley, que cual coraza de acero, impidiera cualquier intención de revertirle. Si se llegaran a estrechar los límites de su legitimidad (como en efecto ocurrió con la vuelta de siglo), los neoliberales (que no hacen sino gestionar los intereses económicos y políticos del alto capital) siempre tuvieron claro que acudirían al principio de resguardo que la abismalidad del principio de legalidad les ofrecería, para ello echarían mano de todo un programa de “intervencionismo negativo” por parte de los gobiernos que se pusieron militantemente a su servicio, de un engranaje jurídico finamente proveído por un “institucionalismo conservador de alto impacto”, de parlamentarios que operan y cabildean a su servicio sin ningún recato, pues deben pagar los favores que les ubicaron en las cómodas bancas del poder legislativo, de las corruptelas abiertas o encubiertas en las instancias judicializadas en que se dirime, de última, la correlación de fuerzas sociales. Para el programa capitalista y colonial del neoliberalismo global fue revelándose con más claridad, una vez que la crisis no ha hecho sino ampliarse y profundizarse, que si ha de hacer perdurar sus fines debe aspirar a colocarse por encima de cualquier tentativa de poder constituyente que amenazara criterios constitucionales, y supranacionales, establecidos a su imagen y semejanza, o que tuviera, dicha “potencia constituyente”, así fuera como aspiración más modesta, el despropósito de operar un cierto desprendimiento, distanciamiento, o desconexión respecto a los contornos y compromisos que su condicionalidad habría heredado, según las apocalípticas apuestas de los “neoliberales a ultranza”, que anhelaban verlo regir hasta para el final de los tiempos.
Hacia el umbral histórico del siglo XXI, el neoliberalismo se proyectaba con un dominio inobjetable erigiéndose en “nueva razón del mundo”, en “razón global”, lo que más allá de su reminiscencia hegeliana, en cuanto a cargarse de un alcance a “escala mundial”, lo que la dotaba de ese carácter es su cualidad de tender a totalizar, de “hacer mundo” en términos de desplegar un poder para integrar y subsumir todas las dimensiones de la existencia humana, de ponerlas a su servicio y de servirse de ellas, “razón del mundo, es al mismo tiempo una «razón-mundo»” (Laval y Dardot, 2013: 14). En este ángulo de su complejidad, el orden que se está erigiendo en el mundo entero puede ser bien recuperado en clave foucaultiana, esto es, el neoliberalismo expresa:
«una racionalidad […] tiende a estructurar y a organizar no sólo la acción de los gobernantes, sino también la conducta de los gobernados …[y]… tiene como característica principal la generalización de la competencia como norma de conducta y de la empresa como modelo de subjetivación» (Ibíd: 15)
Por vía de la racionalidad neoliberal, se ha hecho de las personas un mecanismo transmisor de las lógicas que gobiernan su funcionamiento, como si se tratase de una determinada parte de una máquina social, de la que funcionalmente se deriva un desempeño autoregulado, de ahí el interés de Foucault por discernirlo en clave biopolítica. Sin embargo, la historia no se detuvo para reproducirse ad eternum al modo de una reproducción interminable de tal código, registró ya al cierre del siglo XX, por el contrario, dotaciones de rebeldía y acciones de resistencia suficientes para intentar expresar otras dinámicas y no doblegar de manera plena “el mundo de la vida” a la fijeza que la gubernamentalidad neoliberal presumía haber alcanzado, en tanto manera naturalizada de todo vivir.
Latinoamérica en tanto campo de lucha
Una pequeña muestra de que la historia no se somete a este tipo de designios la ofrece América latina en su fase más reciente. Para disgusto de quienes quisieran ver un horizonte histórico cancelado, puesto a la medida justa para calzar a un cierto tipo de programa, el nuevo siglo de nuestra América se abrió a otro tipo de aventura, se permitió ofrecernos una imagen algo más alentadora. Mientras los grupos e intereses identificados con el alto capital corporativo multinacional, que se sirve de cómplices y comedidos esbirros para la entrega, de modo complaciente (e incluso cínico, por celebratorio), de las últimas reservas de riqueza y recursos, aspiraban a que esto aconteciera per se, se toparon con un ciclo de movilizaciones (y con estallidos que se fueron registrando paulatinamente por casi un cuarto de siglo, y en casi toda la región) que fueron capaces de integrar y combinar un conjunto de estrategias viables para inclinar el escenario y ponerlo a contramano de las acciones combinadas de aquellos sectores que no mermaron en su intención de ejecutar semejante alianza (propicia para perpetuar, con el neoliberalismo, la colonialidad de nuestros países). Tales agrupamientos o bloques, tildados de progresistas o incluso desarrollistas y, por supuesto, neo-populistas entendieron que las disposiciones de recursos (que monopólicamente proveen a los aparatos de gobierno de rentas naturales, que de otra manera son apropiadas “naturalmente” por el capital multinacional”) han de ser defendidas en calidad de posibles basamentos para un futuro reclamo de políticas soberanas. La historia, de nuestro anómalo inicio de siglo, cuando el mundo se inclina cada vez más hacia las opciones políticas y los pensamientos de derecha, no se sometió a tales caprichos, se disputó tercamente, mostró que ella se fragua en el fuego lento de los conflictos y amarres de fuerza. Y, también, que no hay garantía alguna de los triunfos asegurados o plenos, más aún cuando se responde (como diría Walter Mignolo) desde historias locales a diseños que son globales.
América Latina es un campo de tensión y de conflicto donde se juega y se ha jugado la deriva del neoliberalismo; de su imposición, del intento de su retracción y ahora de un enigmático retorno. Si tomamos en cuenta el corte estructural de los años 80 en adelante, tendríamos que hablar de un esquema o modelo (el cual fue abiertamente aceptado como “Consenso de Washington”, no casualmente en 1989) en ningún sentido improvisado, sino sistemáticamente ensayado para una implementación multisectorial y de emplazamiento reticular. Hubo (de los años ochenta del siglo pasado en adelante) una naturalización de una visión negativa de lo que en aquel momento se caracterizaba como el populismo, o el ejercicio último de un cierto populismo histórico. Para un cierto análisis de la crisis capitalista de los 70, había una naturalización de que la “ineficacia gubernamental” era equivalente a ese tipo de populismo, con lo cual se planteaba una cierta legitimidad a la restructuración neoliberal que se fundamentaba en otros principios, que reclamaban una eficiencia perdida. Pero esa legitimidad, ya desde inicios de los años noventa, con el caracazo y el Ya Basta!! Zapatista, se erosionó en varios terrenos, quizás no tanto en el aspecto cultural e ideológico, pero sí en los ámbitos económico, social y sobre todo en el ambiente político.
Una de las características que cruzaron transversalmente a este tipo de procesos, que involucraron a una mayoría de nuestros países fue justamente, en el terreno sociopolítico, la condición de imposibilidad del capitalismo de aquel entonces, como el de ahora, de propiciar lógicas de reducción de la pobreza. La pobreza fue el tema de moda de los años 90, el BM, el BID, la CEPAL, estuvieron produciendo análisis muy abundantes sobre esa cuestión, y para la producción de modelos de intervención (biopolíticos) que evitaran que la agenda social de los problemas se fuera hacia otra parte que no a la “gubernamentalización” de las poblaciones, o a su franca aniquilación, cuando de la biopolítica se ha pasado a la necropolítica (como es el caso, infortunadamente, en el México de hoy, y lo llegó a ser en Colombia y en ciertos espacios concentrados de otros países). Y, sin embargo, la pobreza fue solo una de las condiciones que plantearon exigencias que condujeron hacia una crisis en la representatividad política, para que éstos resquebrajamientos colisionaran como crisis debían vincularse dialécticamente con la contracara de la pobreza y la desigualdad: la insultante concentración y acumulación de riqueza, por ingresos y patrimonial, en unos cuantos capitalistas y grandes holdings de negocios. Los partidos que habían hegemonizado o petrificado la política, en un determinado momento, erosionaron su legitimidad, y la del sistema político en general. De allí surgieron procesos políticos de una alta movilización y erupción popular, pero no solo eso, sino que expresaron cierta capacidad de moverse en paralelo, o incluso por fuera, de los núcleos políticos que habían sido los dominantes hasta ese momento. Conformaciones partidarias o articulación de movimientos, como en su momento lo mostraron el MST y el PT con Lula da Silva, tentativas de bloques y frentes, por fuera de los sistemas de partidos existentes que, como en el caso de Hugo Chávez en Venezuela, de Rafael Correa en Ecuador, y de Evo Morales en Bolivia, combinaron virtuosamente una práctica política que copó los campos de la movilización social, el instrumento político (al modo de partidos) y la vocación en el ejercicio de gobierno (con relativos grados de eficacia) y, en instancias de agrupamiento regional (llegando a erigir hasta instituciones que contuvieran en algo la agresión externa: ALBA, CELAG, etc.), tuvieron que aprender, sobre la marcha, a combinar todo este conjunto novedoso de políticas, y a batirse en escenarios cada vez más complejos, con enemigos que no dejaron de jugar sus fichas. Y parece que por más grandes que fueron estos esfuerzos, los enemigos son muy poderosos, y “no cesan de vencer”, o de hacer lo propio para no brindar siquiera algún instante de relativa tranquilidad.
Aunque algunos ejercicios de interpretación del neoliberalismo, o con mayor precisión de “la razón neoliberal”, sin duda valiosos, partían de asumir que “el debate en nuestro continente puede enmarcarse, desde varios ángulos, al interior de un horizonte posneoliberal” (Gago, p. 333), la progresión de los acontecimientos más recientes nos obliga a proceder con mayor cautela. Habría que explicar el intento de salida a la condicionalidad neoliberal (en la que, sin duda, se avanzó desde nuestra región) en un marco global que no solo permaneció ganado por este paradigma reconstructivo de lo social, sino que en su mismo interior triunfaron las tendencias asociadas a los intereses más conservadores. No es que se agotó la estrategia nacional-popular por una especie de implosión de sus contradicciones, sino que sucumbió ante un panorama agudizado de crisis que revirtió en esta región los avances y expuso estos ensayos alternativos a un panorama sustantivamente más agresivo e incólume, resentido y vengativo, por parte de las fuerzas más influyentes del capital corporativo multinacional, que ven este momento que les apuntala, como una oportunidad para obtener rendimientos, no solo políticos sino económicos, para apuntalar rentabilidades y asegurar concentraciones y acumulaciones. La tensión, en nuestra coyuntura más inmediata, no hace más que reaparecer, las fuerzas de la derecha no cesan en instrumentar su programa, y ello nos abre a una inmensa tarea para tratar de orientar hacia la izquierda el campo político. Las retóricas del “fin de ciclo” no contribuyen, a mi juicio, a esa finalidad, parecieran alimentar, hasta sin quererlo, un horizonte de desencanto.
Ciertas características, por las que se llegó a vislumbrar un momento “posneoliberal” de la política, se han ido modificando, hacia contextos de contradicciones más profundas, de coordenadas muy agudas en los enfrentamientos, por las condiciones de un capitalismo envuelto en una crisis brutal. El momento que estamos viviendo, si bien está produciendo también un resurgimiento innegable de la desigualdad, que muchos de los análisis internacionales están volviendo a poner en discusión, no está conduciendo hacia articulaciones que se inspiren en el valor inobjetable de “lo común”, o de un entendimiento en dirección a reivindicar lo colectivo, en clara responsabilidad por el destino del otro, que es el de uno mismo (Cano, 2015). Como nunca antes el capitalismo está produciendo y reproduciendo condiciones de desigualdad y de polarización social. No sólo es el hecho de los grandes multimillonarios que no encuentran límite a su desmesura, sino de condiciones progresivas que conducen hacia el desastre económico para la mayoría de la población. Uno de los elementos que ha de analizarse es el rumbo social que tales procesos están experimentando, el tipo de conflictividad que está generando esta situación, el tipo de abertura en la diferencia ontólogica de la existencia. Grietas, emergencias y destellos en que pareciera que se celebra el sometimiento, y que éste desata una politicidad que retro-alimenta, por ejemplo, el desencuentro, el desencanto, la atomización, la salida individualizada del “sálvese quien pueda”, una capitalización del resentimiento, ante lo que ideológicamente se descalifica como acceso a ciertos regímenes de privilegio, en donde el asunto del mal llamado privilegio no está ligado al hecho capitalista, y la obtención de rendimientos, a las formas cleptocráticas de acumular, sino a un cierto elemento de activación política de sello conservador, adverso a lo público estatal, que incluso es llevado a reclamar o legitimar un completo desmontaje de todo régimen de derechos.
Lo que rige actualmente a la condición del capitalismo global es un programa amplio por la pérdida de derechos, de una precarización integral de la existencia; lo que sorprende es que las capas dominantes encuentren entre los desfavorecidos o las capas medias a aliados militantes en esta cruzada, cuando engrosarán también las filas de afectados por dichos procesos. Ante ese paradójico rumbo, ya hay algunos economistas, analistas políticos, psicoanalistas y filósofos que introducen otro tipo de categorías para destacar ciertas hendiduras analíticas más complejas, justo para recuperar, del derrotero neoliberal, una disposición más dúctil en su modo de instrumentación. Se habla así, por ejemplo, de “ordoliberalismo”, señalando un aspecto más violento, barbárico, de un modo inmisericorde de atacar instituciones sociales sin recaer, eso sí, en modelos de facto, una vez que se ha reconocido la necesidad de travestir dichos planes (que siguen paso a paso los manuales de desestabilización), bajo la mascarada de incidentes parlamentarios, comisiones de investigación, o acciones de judicialización de la política. En años recientes, y para varios países, juzgados irresponsables, cuando no disidentes, hasta los golpes de Estado se intentaron y auspiciaron de otro modo (el impeachment en contra de la presidenta legítimamente electa de Brasil, Dilma Roussef, el caso más reciente), en formas blandas que, no obstante, fueron histéricamente ejecutados y patéticamente festejados.
El filósofo argentino Hugo E. Biagini (2014) formuló, por tales razones, un término, simpático a mi juicio, y no por ello errado, y menos impreciso, lo que llama “neuroliberalismo”. Una especie de interiorización, como principio de actuación de la persona (no sólo estoica, sino guerrera, la de la “ética del más fuerte”) que se ha instalado como sentido común, esto es, disposición a la aceptación como propios de los valores que legitiman las prácticas de los grupos dominantes, y que se elevan a consignas sociales o mediáticas que articulan, hasta con cierto “exceso de positividad” (Han, 2012), el volcamiento subjetivo, cierta modalidad de ser susceptible de aceptar dosis crecientes de entrega sacrificial. Este tipo de actitud ética genera en correspondencia un muy específico proceso político, resultado de las formas emergentes de eslabonamiento en las figuras nuevas de subjetividad. Las transformaciones del capitalismo que derivan de la imposición planetaria de la razón-mundo neoliberal, conducen a la perpetuación del “discurso capitalista”, puesto que el ahuecamiento o disolución del “significante amo”, efectúa una pequeña pero decisiva desviación, e instala como agente del discurso a “un sujeto, el sujeto-amo” (Alemán, 2014: 30) , vuelve “inviable la experiencia del inconsciente”, no dejándole lugar al “punto donde efectuar su corte” y le entrega de pleno a una circularidad irrompible e indetenible: el capitalismo relanza la producción de la falta, lo que Marx detectaba como generación creciente de novedosas necesidades, pero ya no la deriva (la producción de la falta) de que haya necesitados insolventes, sino de que los recrea en dicha condición,
«la falta como insaciabilidad incesante, como carencia en demasía, que conlleva siempre exceso en el rendimiento del sujeto, haciendo una «producción de sí mismo» sin la experiencia del vacío […] sin castración esa relación falta/exceso, sin mediación simbólica que la ordene y sin construcción fantasmática que la sostenga, excede las condiciones de la fuerza de trabajo entendida como mercancía, tornando así inviable la experiencia del inconsciente» (Alemán, 2014: 32)
«el discurso capitalista condena a cada ser hablante a ser «un individuo», a ser Uno, entre su ser de sujeto y su modo de gozar. Cuando este Uno-individuo es capturado por las exigencias de rendimiento propias del «empresario de sí» o por su reverso «el acreedor» indefinido y sin solución simbólica, la producción de subjetividad está cumplida» (Alemán, 2014: 35)
Si el mundo de la vida ya no tiende a ser jalado por la furia del oprimido lo es, en parte, porque la gente “sin amo alguno se explota a sí mism[a] de forma voluntaria” (Han, 2014: 12), quizá sea por ello que la contracara de ese exceso de positividad (correspondiente a un orden que se autorregula, como acción combinada de “sujetos de rendimiento”) sea la dificultad de identificación de hacia dónde dirigir la potencia de la negatividad, y la conformación de una muy peculiar dialéctica, no de la historia como avance progresivo en la negación de la negación, sino el registro de que la autocoacción (alimentada psicoanalíticamente por la combinación de falta creciente y exceso de goce), enlaza una serie de subjetivaciones y servidumbres, sean las de la deuda, la precarización, la promesa de consumo, el autoencierro, o el despliegue de ciertas formas de “autosatisfacción complaciente” por ventura del involucramiento en un abanico creciente de éticas débiles, que recrean o excluyen el autodotarse de forma en sentidos más densos o sólidos de la vivencia o convivencia con “lo político”, la que debiera ser nuestra condición por excelencia, y que la racionalidad neoliberal quisiera extirpar en cada uno de nosotros.
No ha de sorprendernos, sino llamar a nuestra reflexión, que concurramos a la reedición del drama: una gran masa social, como para construir mayorías electorales, le otorga nuevas oportunidades de saqueo a sus anteriores verdugos. Todo ello apunta, sin embargo, a algo diferente al autismo, al autoreferencialismo, al solipsismo monológico, nos habla de ciertas determinaciones por aquello que refiere las dimensiones del sujeto al mundo de la técnica, a sus engranajes y operaciones, a programas que gobiernan la lógica de los dispositivos y al modo cómo éstos inciden en los deseos y la acción. La voluntad, por menguada que ella quiera verse, ha sido puesta en calidad de reminiscencia arrojada al centro de una vorágine. Y, en el marco de dicha captura, el mecanismo autoalimentado desvía o separa, inevitablemente, a la persona y a su voluntad, de aquello que una matriz, un eje, un vector de lo común pudiera simbolizar, o coagular, y en tal sentido, potenciar en calidad de acción acrecentada de fuerzas que tratan de eludir su autosometimiento porque intentan articularse como “voluntad colectiva”, fraguada en la intención de dar forma a su proyecto, y no al de una ajenidad (el sujeto-capital) que parece indescifrable.
La detección que el joven Gramsci ofreció, en su momento, pareciera hablarnos de lo que muy recientemente estamos presenciando y del reto al que hoy concurrimos:
«La masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que luego sólo la espada puede cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta popular podrá derogar, deja subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá derrocar». (Gramsci, 2011: 19-20)
Este artículo forma parte del volumen Colonialismo neoliberal (Herramienta).
Referencias bibliográficas
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