Aceptar, aguantar y superarlo

Para una crítica de la resiliencia

Jorge Millones

La resiliencia, que se entiende como la capacidad de adaptarse a las adversidades, ha cambiado su significado desde los años sesenta, reflejando cómo se ajusta a las ideas del capitalismo neoliberal. Inicialmente conceptualizada como una condición innata del sujeto, la resiliencia fue pronto reclutada por discursos que incorporaban no solo al individuo, sino también a su entorno familiar y comunitario, en una clara maniobra para desplazar la responsabilidad del bienestar hacia el ámbito privado. Con el avance del siglo XXI, la resiliencia se resignificó una vez más, esta vez como un proceso cultural y colectivo, estructurado en torno a tres modelos que la hegemonía neoliberal se ha encargado de consolidar: el modelo «compensatorio», que justifica las desigualdades mediante la narrativa de la superación individual; el modelo de «protección», que promueve la dependencia de instituciones disciplinarias; y el modelo de «desafío», que glorifica la competitividad y la adaptación como virtudes cardinales. De este modo, la resiliencia se configura como una respuesta funcional al sistema capitalista, en la que el éxito socialmente aceptable se convierte en un imperativo, ignorando deliberadamente las estructuras de poder y explotación que generan las mismas adversidades que se espera que los individuos superen.

Los psicólogos desempeñaron un papel crucial en la asimilación cultural del concepto de resiliencia, transformándolo en un pilar del discurso psicológico contemporáneo. Destacan Emmy Werner, Norman Garmezy, Ann Masten y Michael Rutter. Werner y Garmezy, en particular, fueron pioneros en la identificación de la resiliencia como un rasgo inherente a ciertos niños que, a pesar de crecer en entornos de riesgo, lograban desarrollar competencias adaptativas. Sus investigaciones de las décadas de 1970 y 1980 sentaron las bases para una visión de la resiliencia que enfatizaba la capacidad individual de superar adversidades, lo que posteriormente fue expandido por Masten y Rutter hacia una comprensión más amplia que incluía factores familiares y comunitarios. Este enfoque psicológico, al centrarse en la adaptabilidad del individuo frente a las dificultades, contribuyó a normalizar la idea de que el éxito y la superación personal eran posibles incluso en contextos de desigualdad estructural, alineándose inadvertidamente con las ideologías neoliberales que responsabilizan al individuo por su propio bienestar, sin cuestionar las condiciones sociales que generan las adversidades y desigualdades. (1)

La resiliencia, en su uso contemporáneo, se presenta como una virtud individual exaltada en el marco del capitalismo digital, donde la narrativa de superación personal encubre las condiciones estructurales de explotación y alienación. Así, podemos interpretar la resiliencia no como una capacidad intrínseca del sujeto, sino como una imposición ideológica que refuerza las lógicas del biopoder. La resiliencia se convierte en una herramienta para perpetuar la explotación, exigiendo a los individuos adaptarse continuamente a condiciones de vida precarias y a la violencia estructural, mientras se ocultan las raíces sistémicas de dichas condiciones. En este sentido, la resiliencia opera como un dispositivo que romantiza la precariedad, desviando la atención del análisis de clase hacia una idealización del sufrimiento como fuente de crecimiento personal. Zygmunt Bauman, en su concepto de modernidad líquida, señalaría cómo la resiliencia refleja la fragmentación y la incertidumbre en las relaciones sociales bajo el capitalismo tardío.

Tú tienes la culpa

La resiliencia, entonces, más allá de las buenas intenciones de sus partidarios, se presenta como un mecanismo de control que justifica las desigualdades y perpetúa un ciclo de explotación material y psicológica, configurando un rizoma de opresión que se perpetúa en las subjetividades contemporáneas.(2) La internalización de la explotación en un contexto donde la resiliencia se presenta como una virtud suprema revela consecuencias psíquicas profundas. Al elevar la resiliencia a un ideal, se promueve la adaptación individual a condiciones opresivas sin cuestionar las estructuras que las originan y perpetúan. Este enfoque hace que las personas interioricen la explotación como una deficiencia personal, afectando su sentido del yo y su deseo, en lugar de reconocer la injusticia inherente al sistema. La resiliencia, en lugar de desafiar las condiciones que generan sufrimiento, ofrece una solución que encubre la verdadera naturaleza del problema. Además, al imponer una conformidad forzada, esta adaptación no solo ignora las necesidades genuinas, sino que también perpetúa trastornos emocionales al desviar la atención de las raíces estructurales de la opresión hacia una responsabilidad individual que debe ser superada. Así, la resiliencia se convierte en un concepto que encubre y desvía el foco de las injusticias sociales, transformando el sufrimiento en un desafío personal en lugar de una cuestión que debe ser abordada y reformada a nivel colectivo.

La culpa asociada a la resiliencia emerge cuando las personas, al enfrentar adversidades, internalizan la noción de que su capacidad para superar el sufrimiento es una medida de su valor personal. Esta perspectiva puede inducir a una autoevaluación crítica y a sentimientos de insuficiencia cuando no se logra una adaptación exitosa. Un autor imprescindible en este análisis es el sociólogo y psicólogo Robert Reich, quien examina cómo la presión para ser resiliente y exitoso en un contexto neoliberal puede llevar a la autoexplotación y al sentimiento de culpa. Reich argumenta que esta culpabilización individual desatiende las responsabilidades estructurales del sistema que perpetúa la adversidad y el sufrimiento, culpando a las personas por no superar de manera óptima las dificultades impuestas por una realidad socioeconómica injusta.(3)

“El que mucho aguanta, mucho padece”

La adaptación a la autoexplotación y al sufrimiento bajo el concepto de resiliencia puede observarse en diversos ámbitos sociales y culturales. En la cultura del emprendimiento, por ejemplo, la resiliencia se celebra como la capacidad de trabajar incansablemente y enfrentar fracasos continuos. Esta idealización del emprendedor resiliente no solo oculta las realidades de la explotación laboral y el agotamiento emocional, sino que también fomenta una aceptación acrítica de condiciones laborales precarias como una vía hacia el éxito personal. La narrativa de la resiliencia en este contexto enmascara las desigualdades inherentes y la presión intensa que sufren los individuos.

En el ámbito del entretenimiento, los personajes que enfrentan adversidades extremas y continúan su lucha son frecuentemente glorificados. Esta representación de la resiliencia como una cualidad heroica contribuye a la normalización del sufrimiento personal y a la autoexplotación, al mismo tiempo que desvía la atención de las estructuras sociales que perpetúan las adversidades. Al ensalzar la capacidad de resistir frente a dificultades extremas, se refuerza la idea de que el sufrimiento es una prueba de carácter y se minimizan las críticas a las condiciones que generan tales adversidades.

En el contexto educativo, la presión para sobresalir en un sistema altamente competitivo promueve la resiliencia como la capacidad de soportar una intensa carga académica y emocional. Los estudiantes, enfrentando el estrés y el agotamiento, a menudo aceptan estas condiciones como una parte inevitable del proceso educativo, en lugar de cuestionar la estructura que fomenta tales demandas. La narrativa de la resiliencia en la educación encubre el desgaste emocional y físico al enfatizar la capacidad individual para manejar el estrés, en lugar de abordar las exigencias sistemáticas y la falta de apoyo.

En el sector del cuidado de la salud, los profesionales a menudo enfrentan largas horas y una carga emocional significativa. La resiliencia se valora como la capacidad de manejar estas dificultades sin quejarse, lo que puede llevar a la autoexplotación y al sufrimiento. Esta visión de la resiliencia oculta las condiciones laborales insostenibles y el agotamiento sistémico en el sector, al mismo tiempo que promueve una adaptación que perpetúa el estrés y el desgaste emocional en lugar de promover cambios estructurales que mejoren las condiciones de trabajo. En todos estos contextos, la resiliencia actúa como un concepto encubridor que desvía la atención de las causas estructurales del sufrimiento hacia una responsabilidad individual que debe ser superada.

La cultura de la resiliencia, nos manda a convertir cada adversidad en una oportunidad para el “autodescubrimiento”, se ha convertido en un festival de autoexplotación encubierta. Nos venden la idea de que ser resiliente es casi como ser un superhéroe que, en vez de salvar el mundo, se dedica a aguantar el maltrato diario con una sonrisa. Pero, ¿qué pasa si, en lugar de disfrazar nuestras miserias con capas de autoayuda, decidimos mostrarlas y, de paso, decir que las cosas están mal? Eso sí, de vez en cuando, quejarse no debería ser un pecado capital. No se trata solo de adaptarse y seguir adelante como si fuéramos robots programados para la resistencia; se trata de levantar la vista y gritar que ¡el sistema es un desastre! Es hora de sacudir esta visión de la resiliencia que nos hace aceptar la explotación como parte del paquete. Necesitamos una acción colectiva, organizada y con agallas, que no se limite a mejorar nuestra capacidad de aguantar, sino que realmente cuestione y reforme las estructuras que nos mantienen en la cuerda floja.

La resiliencia debería ser una herramienta para el cambio real y el empoderamiento, no una excusa para que la explotación siga campando a sus anchas. Así que, dejémonos de tonterías y trabajemos juntos para transformar el sistema en uno que no solo nos permita ser nosotros mismos, sino que también nos dé un respiro de vez en cuando. Es hora de dejar de lado el cálculo frío del costo-beneficio y salir a la pista de baile de la vida, ¡sin más preámbulos! La fiesta, el goce y el desparpajo no deberían ser mercancías de lujo, sino el pan de cada día. En vez de vivir atrapados en la lógica de la razón instrumental, celebremos con la alegría del ayni, esa festiva reciprocidad andina que nos recuerda que compartir y disfrutar juntos es la verdadera ganancia.


NOTAS: 

1. Goldstein, S., & Brooks, R. B. (Eds.). (2013). Handbook of resilience in children. Springer.

2. Un rizoma de opresión es un concepto tomado de la teoría de los rizomas de Gilles Deleuze y Félix Guattari, aplicado al análisis de sistemas de poder y opresión. En lugar de ver la opresión como una estructura jerárquica lineal o vertical, un rizoma de opresión se entiende como una red compleja y no jerárquica de relaciones de poder, donde múltiples formas de opresión se entrelazan y se refuerzan mutuamente.

3. Reich, R. B. (2018). The Common Good. Alfred A. Knopf